Monday 10 January 2011

Paseando por nieve derritiéndose

Los domingos siempre me han parecido días tristes. Da igual que haga sol o esté nublado, los domingos siempre me han transmitido sentimientos melancólicos, y no necesariamente porque el día siguiente es lunes; el peor día de la semana para todos aquellos a los que les cuesta dios y ayuda hacerse cargo de sus obligaciones. No, hay algo inherente en estos días de la semana que lo noto en algún lugar del cuerpo.

Hoy he salido escapando de la desidia dominguera que puede resultar en permanecer en casa delante del ordenador y aprovechar poco el tiempo. En Helsinki eso no es muy difícil porque no existen alicientes para salir. Pero he querido mover mis piernas y darme un paseo de varias horas, cámara en mano. Durante casi todo Noviembre 2010 y la totalidad de Diciembre 2010 en Helsinki han habido temperaturas negativas, llegando hasta cerca de -20ºC; yo, afortunadamente he estado tres semanas en Mexico y no he tenido que lidiar con esta inconveniencia meteorológica. Pues resulta que hoy hemos superado la barrera de los cero grados, barrera que como juez redentor decide el estado del agua, si sólido o líquido. Durante estas semanas bajo cero ha nevado tanta nieve que los servicios de limpieza de nieve no sabían ni dónde dejarla. El pasar de la barrera de los cero hace que esa nieve se convierta gradualmente en agua y el suelo esté más resbaladizo que nunca. Salir a pasear así no es necesariamente placentero pero a mí me gusta porque es todo tan caótico que da igual que uno corra, salte, camine de lado o se quede parado en la calle, con tal de evitar obstáculos, y calarse hasta los huesos.

No había casi nadie paseando, en esta capital de país orgulloso de su sistema educativo y de sus testículos, la poca gente que me he cruzado miraba cabizbaja al suelo y caminaba deprisa. La vida se movía en automóviles, pues los autobuses también estaban vacíos. Normalmente la nieve suele reflejar la luz de las farolas de la noche, pero la

contaminación de los coches había tintado esa nieve de gris y negro, y el albedo, por tanto, era mínimo. Además, una niebla muy Kaurismäkiana envolvía la ciudad, por lo que el ambiente era tristemente oscuro. La luz provenía de las humildes farolas ahorcadas de los edificios grises de hormigón que estructuran la mayoría de Helsinki, y de los coches que surcaban los charcos marrones de la calle salpicando agua fría y sucia a los transeúntes, que se cagan en la madre de los apresurados conductores que no tienen lugar ni de pedir disculpas. Un asco, pero el paseo ha continuado con una actitud positiva.

Y es difícil, porque incluso mirando hacia arriba, a las ventanas de los edificios, en busca de vida, uno no ve personas y ve muy pocas luces encendidas a través de ventanas. Muchas veces me pregunto lo mismo a cerca de este país, si la gente no está ni en la calle, ni en las cafeterías, ni en el cine, ni en casa, ¿dónde diablos está? Un amigo finlandés me dice “los finlandeses son como osos, se pasan el invierno hibernando para estar activos durante el verano”. Será que están durmiendo entonces, pero el caso es que llega el verano y con él la decepción de haber esperado mucha más energía en las horas en las que la gente está sobria. Sí, seguramente están activos pero lejos de donde tú te encuentras. Osea, que no sabes lo que pasa porque no lo ves, porque la gente lo hace a escondidas. Para mí eso es sinónimo de que no pasa nada. Y así es, por aquí no pasa nada. Otra fuente de luz que me fascina de este país son los logotipos de empresas que cuelgan de las fachadas de muchos edificios centrales. Así, parece que los letreros flotan en el aire porque el edificio es oscuro de por sí y no hay nadie dentro (al menos despierto) que encienda la luz y compita con los logotipos y anuncios comerciales.

He paseado por Merihaka, que es el barrio más feo del centro de Helsinki, con horripilantes torres de hormigón de cara al Golfo de Finlandia, y he visto a un coche que dejaba a una chica jóven para después arrancar haciendo un trompo logrado gracias a lo resbaladizo de la calzada. Ya un tanto deprimido he cruzado el puente de Hakaniemi y me he metido al distrito de Kruununhaka. Aquí se me han quitado las penas. Kruununhaka es, a mi

juicio, el barrio más interesante de Helsinki. Es un barrio que mezcla edificios neo-clásicos de tiempos del zar con edificios Art-Nuveau de primeros de siglo. Los colores son más claros y las fachadas están muy bien conservadas. Es bonito e inspirador, pero allí tampoco ocurre nada. No hay ni siquiera tráfico de coches, es como una isla intacta, como un pueblo abandonado por el estallido de una guerra nuclear en medio de una ciudad. Con todo, he visto luces encendidas en las casas, y hasta fragmentos de salones bien decorados. Me ha gustado pensar que allí alguien estuviera tranquilamente leyendo un libro resguardado el frío y de esa nieve que se convertía en agua. Si tuviera que elegir un lugar para pasar el resto de la tarde, hubiera elegido uno de esos salones. Cabe decir que he tenido domingos peores ;)

Sunday 9 January 2011

a veces pico y luego me aplastan

Soy como mosquito

vuelo, aterrizo, me golpean y me quito

a ratos me acomodo, tengo tiempo y pico

me nutro de sangre y pienso en quedarme

por siempre dormido, estómago agradecido


a veces me encuentro con moscas que muerden

y yo que ni me fijo, a quién le pico

hasta que me dicen las apariencias mienten

y me aplastan miserablemente, sin avisar

hundiéndome en sangre ajena, lo que me sale a pagar...

farsante a mi razón

Que más me da el tiempo que pase

yo pensando en las cosas

atando cabos, pensando jugadas

haciendo planes, encrucijadas


si al final todo me sale

como yo lo siento

como sin pensamiento

consumiera las horas, o ni eso

solo el momento

en el que siento algo dentro


farsante a mi razón

fiel a mi corazón

y luego ese sabor amargo

insatisfacción

el sentir que falla algo

algo que es todo menos la acción

Friday 7 January 2011

de moscas y lindas palomas

soy pasajero de la noche fría,
esta noche, cuando vuelven los recuerdos
de sonrisas, de dolor, y de enredos
aunque el orden de sucesos diferente sería
enredos, sonrisas, dolor, qué avaricia!
el querer vivir día a día
sin saber que siempre acecha, la realidad
sin saber que la cuenta se paga después
y esos ilusorios planes, salen del revés

En la noche oscura yo me quejo
y todavía veo una mosca, volar a lo lejos
distanciándose y mirando atrás
en un largo vuelo que quizá le hará
como a mí
junto a velas las noches en vela estar
volando y pensar
¿porqué es que me gusta volar?
o más bien, tal vez pensará
¿porque es que robo, el sueño de los demás?

Pues yo pienso, no hace falta, esas cosas pensar
si una ha de saber, una tiene que creer
que no se es mosca solo por volar
o por morder,
pues vuela también la más linda paloma
desvela también la brillante aurora
allí,
junto a palmeras, castillos de arena y océanos pacíficos
y aquí,
bajo cero, bajo el hielo y bajo el vino que desnutre el físico
;)







Monday 3 January 2011

Un mordisco merecido

Qué me ha pasado? Me pregunto
una mosca me ha mordido
allá por el paralelo 23º
donde el sol marea y el amor golpea
y vaya golpe esta vez, que siempre parece la primera
cuando menos te lo esperas
un sueño se desvela
y te rompe el pecho y las piernas
para por un ratito dejar de respirar
y al ratito dejar de caminar

pero cómo voy yo, a abandonar
cómo voy a creer que soñar
es el tiempo y la salud perder
si es precisamente, el soñar
lo que me quita de estar enfermo
de ser un muerto y serlo eterno
de perder de mi rostro ese color
que intento ocultar y no puedo
de borrar mi sonrisa con dureza
y que a lograrlo no llego

qué me ha pasado? me pregunto
una mosca me ha mordido,
Un mordisco merecido...

Olas, tiburones y el mundo a nuestra medida

Olas, tiburones y el mundo a nuestra medida


Los primeros rayos del sol se colaron por la escotilla del crucero alterando el sueño de Santi, cuyos ojos miopes terminaron por abrirse. Apartando la colcha de la estrecha cama, se incorporó poniéndose las gafas para mirar el reloj.

-¡Jode son las 4!-exclamó en voz suave y afónica, incomodando al resto de los durmientes. Tras reconocer su impertinencia, suavizó sus movimientos y salió del camarote a observar el fenómeno del sol de medianoche, que sólo a esas latitudes podría encontrar, y que era de hecho uno de los puntos fuertes de ese loco viaje.

Por los pasillos del barco aún había personas dirigiéndose torpemente a sus camarotes o a los de sus recién conocidos amigos, para despedir esa subrealista experiencia del anonimato a la deriva sobre el mar Báltico, que fácilmente uno se podía permitir ya por aquellos tempranos años setenta. Medio dormido, Santi ignoraba parcialmente esos paisajes dioníseos y se dirigía con la cabeza gacha y el ceño frundido –sin mala fe- hacia las escaleras que conducían a la cubierta de proa. Una vez en cubierta, la frescura del aire del alba prematura le palió los dolores de una suave resaca con la que pagaba la euforia vacacional de la experiencia vikinga. El sol, a estribor, justo emergía en su totalidad ya fuerte, diluyendo por el cielo su luz en colores rojizos, verdes y azules desde el Este hacia el Oeste. Algunas nubes muy finas, contagiadas también de luz, marcaban paralelas la línea del horizonte, y como epicentro de todo este espectáculo, el mar, cuya sección llevada a cabo por la imperiosa navegación de ese gran tiburón blanco de acero, producía un sonido dramático pero agradable, dándole a Santi una sensación de fuerza que atentaba aún más la incomodidad de su deshidratado despertar.

Pero lo más excitante de la experiencia era algo que junto a la barandilla de cubierta, una pareja rubia radiante ya observaba abrazada: la línea de tierra a la vista, presidida por una luminosa urbe que se extendía progresivamente sobre algún lugar de la inmaculada naturaleza septentrional. Santi, tuvo la gran fortuna de paliar su resaca con ese analgésico natural de vía ocular y auditiva. Lo mejor de todo es que él lo sabía; era un tipo sencillo, de los que entienden que aunque los bienes materiales ayudan a uno a sentarse en la vida de maner más cómoda, lo que realmente les produce placer es el cultivo de la mente mediante el conocimiento y la comprensión de los fenómenos que lo humano e incluso lo divino, emanan de sus entrañas; algo que se puede conseguir solo con abrir los sentidos y la mente. Este joven hombre, además, no utilizaba este carácter de maner pretenciosa si no que se lo reservaba como ley innata de su mundo interior, dejando para su superficie una personalidad campechana, vital y sana aunque siempre ingeniosa – y es que hay cosas que no se pueden evitar.

Idea suya había sido la realización de ese viaje cuya ida terminaría probablemente en esa ciudad que ante sus ojos emergía. Durante quince días, él y otros tres amigos habían emprendido una ambiciosa y de alguna manera liberadora odisea estival por toda Europa, partiendo desde los tostados campos de Álava en un Renault 4L de color rojo. Santi, aburrido de que sus viajes al extranjero consistieran en ir a Hendaya a ver películas pornográficas con sus amigos de la “mili”, no podía dejar de pensar en lo que su extensa mente podría experimentar más allá de la frontera de un país donde las mentes extensas eran los principales territorios sobre los que se construían represivos muros de hormigón y alambres espinosos. Olvidar esa agonía por unos días era algo muy emocionante y cada vez más accesible. Ese pequeño e incómodo coche comprado en aquella primavera era el medio para matar ese gusano y lanzarse a la tímida conquista del viejo continente. Los puntos cardinales favoritos de la brújula que regiría el periplo serían el “N” y “NE”, pues por otra parte Santi sabía que esos territorios estaban humanamente más avanzados y por tanto le atraían todavía más. Gracias a su poder de sugestión, insistir a 3 amigos no le fue muy difícil.

Así, una vez pasada la oscura aduana de Irún, pisaron el acelerador y en menos de una jornada arrivaron a la “ciudad de la luz”, que en esa época hubo cambiado sus bombillas por unas más brillantes y de colores más diversos que emanaban de miles jóvenes resignados a la oscuridad del conformismo. Allí todo parecía mucho más vivo y luminoso.

Quedándoles París para siempre, siguieron el viaje pasando por Bruselas, Amsterdam, Gröningen y Hamburgo, tratando de sonreír a los oficiales de aduana que con una asombrosa distinción y educación les daban la bienvenida a los diversos países por los que experimentar, y por alguna misteriosa razón, en cada uno en el que entraban, el aire olia o al menos parecía oler de una manera distinta. Cuanto más al norte todo parecía más exótico; los verdes campos de Dinamarca, apisonados por las vacas y decorados con iglesias de tejados subiendo al cielo en vertiginosos ángulos, emocionaron sobretodo a María, que no paraba de hacer fotografías a través de la cuadriculada ventanilla del coche. El ambiente fue durante todo el viaje excepcional, quizás influenciado por el optimismo y carácter relajado de Santi, que amansaba a cualquier fiera que se le pusiera ante sus gafas. También, se deleitaron con decenas de tipos de quesos, carnes y cervezas diferentes que esa cultura del trabajo duro producía y vendía a estos risueños y desenfadados viajeros con gran amabilidad.

Como el pequeño puente cinturón estaba a medio construír, sortearon las islas danesas en barco hasta Copenague y de ahí partieron a Malmö otra vez en crucero. La marcha del viaje era rápida y ardúa; casi no podían pararse a observar los centros urbanos de esas ciudades que los Vikingos hubieron fundado para comerciar. Con todo, la gente estaba contenta ya que la simple actividad de conducir cruzando fronteras y paisajes mitológicos eliminaba la ocasión de preocuparse por seguir un itinerario organizado. Cruzada la gran Suecia, llegaron a Estocolmo con el coche pidiendo piedad. No fue difícil dar con un taller lleno de relucientes Volvos donde un mecánico robusto y pelirojo echó un vistazo a esta relativamente ridícula máquina.

-Everything is ok but leave the car rest for a day- dijo el Sueco con calma.

-Pues nada, Thenkiu y al polvo con el Volvo- Contestó Santi, produciendo una ligera expresión de duda y atención en el mecánico y enrojeciendo las caras de sus amigos, que acostumbrados a esa sublime espontaneidad de Santi, ya podían contener las carcajadas.

Tras dar vueltas por esa mágica ciudad, comieron unos arenques rebozados y llevaron el cohe a la bodega-parking del crucero que les llevaría a Helsinki. Esa noche había algo que celebrar.

Y así fue, en contra de ese tópico que caracteriza a las gentes del norte de reservadas, en el corazón de aquel barco se vivía una fiesta con música en directo y mucha gente bailando los ritmos de moda. El ambiente recordó a Antonio al que encontró dos años atrás en sus vacaciones veraniegas en las islas Canarias, lo encontraba extremadamente cursi pero a la vez divertido, y se dejó llevar. A medida que avanzaba la noche el movimiento era mayor hasta que en un momento dado, muchos bailarines vocacionales dejabaron de respetar el compás ya que tenían suficiente empresa tratando de cordinar sus músculos. En ese momento el tópico que caracteriza a las gentes del norte de exelentes bebedoras, corroboró la invalidez del anterior. Una hora y 15 minutos fue lo que Santi pudo dormir.

La distancia al puerto era cada vez menor y la hermosa cúpula blanca y azulada de la catedral -que incluso hoy en día sigue presidiento el paisaje de la capital de Finlandia- se hacía cada vez más grande. La rubia pareja de enamorados decidió retirarse para salir los primeros del barco, pues su sobriedad les aventajaba en este proyecto. Santi aguardó codicioso 5 minutos y luego volvió al camarote para despertar a sus amigos.

-¡Lo que os habéis perdido! El sol a tope a las 4 de la mañana- exclamó Santi muy vital, incomodándo a sus resacosos compañeros.

-Cagüen la leche..., tenías que haberme despertado, ahora supongo que hay que largarse y mira cómo andamos- dijo Antonio con el ceño fruncido.

-¡Hombre!, no haberte embriagado tanto con tanta finesa, que no finlandesa. Por cierto no sé si erais consiences de que se dice Fines y no Finlandés. Venga, vamos -Bromeó Santi justo antes de salir del camarote para incorporarse a la larga fila de personas que religiosamente se situaban para salir del crucero. Entonces, santi se asombró al pensar que en escasas dos horas, toda esta gente había pasado de caminar a cuatro patas a formar una cola donde aguardaban con paciencia de pescadores.


Aquella soleada mañana del 7 de Julio los viajeros se dedicaron a explorar aquellas calles que subían a y bajaban de colinas por las que en ocasiones aparecía un estrecho tranvía verde. María se sorprendió de lo romántica que esa ciudad le parecía, con sus silenciosos edificios Art-Neveau apoyados en bases de cristalino granito. El ambiente urbano daba una sensación de robustez y a la vez de mucho dinamismo, aunque otra característica sorprendente era la de la excesiva tranquilidad de las calles de una capital nacional. Robusteza, dinamismo y a la vez esa curiosa sensación familiar de cuando uno va a los pueblos pequeños. De eso se darían cuenta horas más tarde.


Tras perderse por las calles de Punavuori y Kamppi, volvieron a la Esplanadi, que es la arteria de la ciudad y el lugar donde habían dejado el coche. Eran ya las dos y media y se dieron cuenta de que estaban muy cansados y que querían comer bien; querían pegarse algún capricho que no se habían permitido en todo el viaje. Y es que todos venían de una cultura en la que comer es más que una necesidad. Entraron sin pensárselo dos veces en un lugar donde se leía “ravintola-restaurant”. Les sorprendió el que una arreglada y muy bella joven les indicara que para llegar al restaurante tenían que coger el ascensor. Al salir del ascensor entraron en una estancia donde gobernaba una elegancia y un diseño que fascinaba y a la vez llenaba de energía. Un balcón ofrecía unas vistas de toda la ciudad, que en ese día soleado aparecía mñas extensa. De los viajeros, nadie estaba arreglado y todos tenían un aspecto cansado, pero un camarero que acababa de recoger una mesa les atendió con extrema amabilidad. Les acomodó en una mesa para cuatro comensales a escasos metros de los únicos clientes del bar. Santi se fijó antes de sentarse que esos dos hombre hojeaban unos planos desplegados sobre la rectangular mesa. Pidieron carta en castellano y la recibieron en seguida. Uno de los comensales cercanos les miró con curiosidad. El hombre tenía el pelo bastante largo y su ligera sonrisa resultó familiar a María, que le miró de regazo con un breve gesto muy femenino y serio. En la portada de la carta, que era de un cuero finísimo, se leía “Restaurante Savoy”; el nombre llamaba la atención, y el hecho de que los platos no fueran tan caros como ellos se imaginaban, todavía más.

Pidieron el menú más económico sin pensar demasiado en lo que les traerían a la mesa. Mientras esperaban charlaban de lo magnífico que era el lugar, como tratando de darse a sí mismos y a su alrededor una impresión de gente educada y noble, aunque sin poder evitar las inevitables subidas de tono y repentinas risas que caracterizaban las conversaciones de esos amigos. Tras un ingenioso chiste de Santi, el comensal de antes se dirigió a ellos esta vez de manera más decidida.

-Aquí bacalao a la vizcaína no hay, pero os recomiendo el “reno de Salla”- interrumpió el hombre con un acento catalán.

-Nos has pillado sin que llevemos la txapela- respondió Santi casi instintivamente y regalando una sonrisa de lo más agradable.

-¿De Bilbao?- preguntó el hombre

-Por desgracia no, pero Vitoria es igual de grande - respondió Santi mientras sus amigos escuchaban atentos y sonrientes.

-¡Vitoria!...bonita catedral, es una pena que solo se haya podido construir la mitad del diseño.

- No lo diga usted muy alto, que conocemos al arquitecto.

-Yo también, fue invitado a la inauguración del taller, siete años atrás. Perdón, no me he presentado, soy Ricardo Bofill.

-¡Ya decía yo que me sonaba familiar!- interrumpió María en un impulso.

-Si os interesa la arquitectura de esta ciudad estáis invitados a un tour vespertino de cinco estrellas- dijo el hombre.

-Nos parece fantástico. Yo quiero ir algún día a Oslo a ver todas las obras de un arquitecto noruego que me fascina. Como era... un tal Alvaro Alto - comentó Santi. Al oír esto, el hombre explotó en una carcajada y su acompañante, que hasta entonces ignoraba la conversación, le dirigió la mirada con una expresión de curiosidad y susto.

-Pues te las va a enseñar él mismo. Les presento al señor Aalto – los presentados saludaron completamente atónitos de experimentar tal casualidad. Santi se sonrojó considerablemente. No daba crédito.

Tras comer con mucho gusto y charlar sobre el viaje y sobre arquitectuas y culturas regionales en general, el anciano señor Aalto indicó a los vitorianos que no tenían que pagar. Lo que no comentó fue que sus privilegios en dicho local se debían a que él había diseñado el restaurante, pero de esto Santi se enteraría al volver a su casa y apresurarse a conocer toda la obra de este artista. Al salir a la calle, se dividieron en dos coches; los cuatro vitorianos en el Renault rojo y los dos arquitectos en un Citroën DS “tiburón” color azul grisáceo. El coche rojo siguió al tiburón a través del plano urbano de Helsinki con las ventanas abiertas, dejando que el bendito aire aliviara la interrumpida sobremesa. Los ocupantes se sentían como verdaderas estrellas de rock, parecía que el mundo estaba creado para ellos y que era mucho más pequeño de lo que a simple vista parecía. Santi recordó que un buen amigo suyo hubo coincidido en un hotel de Almería con James Mason- pero seguro que ni le invitó a comer ni le llevó a presenciar el rodaje- pensó. Aunque las horas perdidas de sueño se le acumularan, la emoción le suprimía toda sensación de sueño, algo excepcional para alguien que considera la siesta una práctica incondicional.

Sin saberlo, condujeron por Mannerheimtie pasando junto a la masa de granito del edificio del parlamento, que recordaba a al pertenón de Atenas, y junto al museo nacional, cuya torre apareció ante ellos a la vez que por la radio sonaba “Misty Mountain Hop” de Led Zeppelin. Por alguna misteriosa razón, la música y esa imagen se compenetraban a la perfección. Siguieron al tiburón que se metía en un parking, junto a un edificio asombrosamente blanco y extraño. Aparcaron los coches en batería. El señor Bofill salió del coche y se dirigió a los Vitorianos señalando el edificio, expresando inquietud.

-Este es el último y más ambicioso projecto del señor Aalto, es un palacio de congresos llamado “Finlandia Talo” que se inaugurará el próximo año. Si sois capaces de apreciar, es algo espectacular- comentó Ricardo mirando hacia el edificio con una expresión pensativa. Los Vitorianios salieron del coche y se acercaron a observar el edificio, junto al cual había unos cuantos obreros trabajando con disciplina militar. Los bloques de mármol de carrara estaban siendo dispuestos por unas altas grúas, y progresivamente las ingeniosas líenas del edificio se iban definiendo. Mientras los virotianos observaban, el señor Aalto, ya anciano, salió del coche pero se quedó apoyado en él, mirando el edificio y tomando notas en una libreta de bolsillo. La imágen del anciano comunicándose en serio silencio con su obra era algo espectacular. Mientras anotaba apretaba los labios y sus ojos azules se cerraban parcialmente. Santi recordaría ese detalle durante muchos años.

Tras sacar unas fotografías y caminar junto a la orilla de la pequeña bahía con la que lindaba el solar, volvieron hacia los coches. Bofill les explicó que la siguiente parada iba a ser una propuesta realmente interesante en la que el señor Aalto no había participado, pero que admiraba mucho y que desde su inauguración dos años atrás, solía visitar frecuentemente para anotar anotar ideas y entenderlo. Arrancaron los coches y se dirigieron hacia el Oeste, saliendo del centro de la ciudad por un puente que comunicaba numerosas islas cubiertas por pinos y habitadas por algunas edificios de pisos que se integraban de manera perfecta en ese paisaje de bosque, emergente granito y mar.

Llegaron a la ciudad de Tapiola, que como Bofill siguió explicando, era una “ciudad jardín” diseñada por arquitectos fineses que había recibido atención internacional. Caminaron por una acera pararlela a un carril para bicicletas y torcieron hacia el centro cultural. Todos se quedaron fascinados con esos edificios que conbinaban mármol y cristal; eran como cubos unos encima de otros. En la plaza central había una piscina de poca profundidad donde unos niños se bañaban y jugaban. Esta vez el anciano Aalto les siguió por detrás y en ocasiones se detenía a anotar.

-Con esto nadie contaba, ¿eh?- dijo Santi. Los amigos negaron rotundamente, considerando que el viaje había llegado a su clímax y que ya se podían dar por satisfechos.

Al cabo de dos días, que dedicaron a visitar el parque nacional de Nuuksio con sus lagos y bosques, y la ciudad de Porvoo, tomaron el coche y volvieron por donde habían venido. La vuelta, como siempre, se les hizo mucho más corta y, sorprendentemente, el pequeño Renault aguantó sin dar ningún problema. Quizá se contagió de energía en esas horas que estuvo cerca del tiburón azul grisáceo. Cuando volvían por Alemania, Santi sacó un diccionario de finés al español que hubo comprado en una pequeña librería de Tapiola. Se dió cuenta de que aalto significaba “ola” en finés.

-Ya no se me ha perdido nada en Noruega- Dijo.

El Sol y la Sombra

El Sol y la Sombra
(Y las reflexiones de Ander Ruiz sobre su involución)
Al sol le quedaba aún una hora para salir, pero dado que esa noche había llovido y que la oscuridad a esa hora era más profunda de lo normal, se podía sospechar que ese día Vitoria-Gasteiz no iba a ser alumbrada por el astro rey. Por las calles afluentes a la Avenida Gasteiz, las persianas de los comercios cuyos propietarios aún podían mantener, se abrían, produciendo un ruido breve e intenso que de alguna manera anunciaba el comienzo de un día de Noviembre. Algunos coches circulaban despacio y silenciosamente por las calzadas, transportando a los afortunados que todavía podían verse yendo al trabajo y conduciendo coches cuyos seguros, ITVs y recambios todavía podían pagar. Por una acera, ante oxidadas persianas y junto a coches aparcados, caminaba un hombre con la cabeza gacha, vestido con un traje un tanto arrugado y estampado con accidentadas pelusas. Traía consigo un maletín que a ratos sujetaba con su mano derecha, y a ratos con su mano izquierda, y que al hacer ese cambio de manos sacudía la mano que le quedaba libre con la intención de estirar los músculos de la mano. Era realmente vicio, porque en ese maletín sólo había dos carpetas, unos papeles y tres DVDs que hacía dos días deberían haber sido devueltos al videoclub. Ese hombre se llamaba Ander Ruiz y como cualquier ama de casa o persona observadora pudiera imaginarse, en ese momento se dirigía al trabajo. Con más tiempo de lo normal para ser un lunes. De repente, durante su imperfecta marcha, se detuvo pensativo al pasar por una pequeña plaza de la calle Chile, y giró hacia la izquierda para dirigirse a un bar de barrio que solía frecuentar algunas tardes después del trabajo. Ese establecimiento no tenía un nombre oficial, pero todos le llamaban “el Chuchi”. Tampoco existen teorías oficiales de porqué se le dio dicho nombre, pero esa “marca” concedida anónima y naturalmente había funcionado durante muchos años y la gente de ese barrio e incluso de otros barrios de Vitoria sabía que era un bar y que se situaba en esa insignificante plaza apartada de las grandes arterias urbanas.
Ander entró al establecimiento y saludó al vacío con la cabeza, dibujando una sonrisa de Mona Lisa que mantuvo al apartar la mirada del camarero y dirigirla hacia la estantería de las bebidas dos segundos después. Eran las ocho menos cuarto. Al terminar de poner un café y cobrar, el camarero, cuyos ágiles y rápidos movimientos manifestaban su estado ya despierto, se acercó hacia Ander y se apoyó sobre el metal de la barra con los dedos. Accidentalmente, una luz del bar alumbró sus ojos desorbitados y sus brillantes entradas. “Qué te pongo” preguntó el camarero. “Un con leche” respondió Ander, dando ciertas señas de que no había terminado de hablar, aunque el camarero no las recibiera y se volviera a la cafetera para preparar ese café con leche “y ponme un sol y sombra” añadió Ander , tras lo que volvió a sonreír levemente y a mirar con sus sensuales ojos hacia el fondo del bar, donde había una máquina de Bingo, junto a la cual otro trabajador ojeaba las noticias del Marca con un croissant mordido en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. “Veo que tres años en el extranjero no te han hecho olvidar las tradiciones, ¿eh?” comentó Antonio esta vez con los ojos más relajados y una sonrisa más agradable. “Todo lo contrario, el estar fuera me ha hecho tener más cariño por las cosas de casa” contestó Ander con un tono un poco sarcástico, como si quisiera dar a entender que no hablaba completamente en serio. La conversación se agotó aquí porque Antonio tenía más clientes y tuvo que hacer oídos sordos a lo que no fuera trabajo. Esto le dio lugar a Ander a reflexionar sobre sus años en Francia y su “vuelta a casa”, algo que no hacía con mucha regularidad porque no quería torturarse con la idea de si había hecho bien tomando la decisión de quedarse o no. Más de mil veces había oído que no hay que pensar en el pasado y que hay que aprovechar cada instante de la vida con una actitud positiva. Esa actitud aplicaba en ese momento mientras saboreaba un café con leche sin azúcar y sufría la intensidad de su sol y sombra; le gustaba especialmente observar cómo el Brandy de Jerez nunca se llegaría a fusionar con el Anís del Mono. A veces Ander contemplaba así la vida; un recipiente con soles y sombras, con subidas y crecidas, con todos los dualismos que teórica o prácticamente había aprendido en su joven vida. Él quería quedarse con los soles, con lo bueno de todo, pero a veces mantener ese equilibrio era una tarea difícil, a veces ocurría que también había que aguantar algunas penumbras para más tarde lograr ese sentimiento de perfección que produce el calor del sol en la piel cuando esta ha pasado un poco de frío. Pero en realidad -pensaba- a los seres humanos nos gusta la seguridad de recibir la luz del sol durante todo el día, y durante toda la vida, aunque puede que esa luz alumbre tanto que su efecto en nosotros se atenúe gradualmente, sin que nosotros nos demos cuenta desde dentro. Y salir a observarlo desde fuera da miedo. A raíz de estas reflexiones, Ander tuvo la impresión de que tomarse una copa antes de ir a trabajar no era lo más apropiado ni para su mente ni para su cuerpo, pero realmente ese lunes se sentía especialmente cansado y necesitaba algo que le animara. En realidad no le apetecía ir a trabajar.
Con todo, terminó su “desayuno” y se acercó a la oficina, que estaba a escasos metros del “Chuchi”. Era un poco difícil responder a la pregunta de a qué se dedicaba, porque ni él mismo lo tenía demasiado claro. Trabajaba en una oficina para una empresa sub-contratada por la Diputación de Álava que se dedicaban a supervisar documentos y a hacer algo de contabilidad. En un principio, su antiguo profesor de la universidad, que era un hombre ilustre y con contactos, le consiguió un trabajo en un proyecto que otra empresa sub-contratada, esta vez por el ayuntamiento, preparaba con el objetivo de fomentar el turismo en la región. Ese trabajo iba a ser algo muy importante para él; podría utilizar las habilidades que había aprendido con su licenciatura de historia para aplicarlas a un trabajo a tiempo completo y al mismo tiempo estar cerca de casa con personas de confianza. Todo sonaba muy bien, y al final esa fue la razón por la que Ander rechazara la concesión de un programa de doctorado en la Universidad de Estrasburgo que le garantizaba mil trescientos euros mensuales por hacer un trabajo de investigación. “Ya lo haré en el futuro” pensó Ander cuando tomó la decisión de aceptar el trabajo en su ciudad natal. Y es que hasta un licenciado en historia se obsesiona en no pensar en el pasado pero tampoco en el futuro, todo por calmar posibles dolores y heridas, y reconfortándose con el pensamiento de que lo que uno está haciendo en ese momento es lo aceptado por todos, es decir, “lo correcto”. Con todo, desgraciadamente, el proyecto en el que Ander iba a trabajar se canceló tres semanas después de empezar por un corte en el presupuesto municipal, y los que entraron en la empresa para trabajar en ese proyecto tuvieron que verse en la calle. Era demasiado tarde para llamar otra vez a Estrasburgo, pero como el jefe de la empresa era amigo de su profesor, llamó a otra empresa y no hubo ningún problema en hacerle un hueco. Así, Ander llevaba casi 7 meses trabajando para un negocio que dirigía un matrimonio y cuya sede era un apartamento diminuto con tres ordenadores, varios pisapapeles y una fotocopiadora dirigida por un ser misterioso que a veces se quedaba dormido, o se enfadaba y no quería trabajar, como a veces le pasaba a Ander, sólo que a este le era más difícil apagar el ordenador e irse a casa. También ocasionalmente, el matrimonio discutía, y Ander se sentía como un niño de diez años que oye a sus padres pelearse por razones completamente incomprensibles para un niño e incluso para un adulto.
Con todo, Ander todavía no se había quejado porque se repetía a sí mismo constantemente que hay que mantener una actitud optimista, y que debería sentirse afortunado de tener un trabajo y un sueldo. Al menos disfrutaba mucho de su tiempo libre; le gustaba irse a los bares del casco viejo con sus amigos, sobre todo durante los fines de semana. Ahora que tenían dinero solían irse a cenar a restaurantes de moda y luego a tomar copas por los bares también de moda. Ander se había vuelto un experto catador de los restaurantes que aparecen en las guías culturales y turísticas de la ciudad, había cogido mucha afición por esta actividad. Realmente se lo podía permitir, porque tenía 965 euros limpios todos los meses, y por supuesto, no pagaba ni alquiler ni comida, porque vivía en casa de sus padres. Su nueva afición por los restaurantes, cafeterías y bares de moda le había supuesto un progresivo aumento de su barriga y una progresiva relajación de los músculos de sus brazos y de su pecho. Era maravilloso volver a salir con los amigos como lo hacía antes de comenzar su odisea por las tierras galas, era bonito ver a la gente de siempre haciendo lo que siempre ha hecho, en los lugares de siempre y junto a los mismos amigos de siempre. Dicen que cuando sales de un sitio luego es muy difícil volver y adaptarse, pero a Ander no le costó nada, y se lo pasaba muy bien saliendo de “trikipoteo”, que es la costumbre vasca de tomar un vino en cada bar del pueblo al ritmo de panderetas y acordeones. Sin embargo, algunos amigos ya no estaban entre ellos, no porque hubieran muerto, si no porque se habían casado o se habían ido a vivir con sus respectivas novias a sus respectivos pisos en propiedad situados en zonas remotas de la meseta alavesa. No salían con tanta regularidad no porque vivieran en zonas remotas, sino porque las novias o mujeres les ocupaban fácilmente (además de preocuparles), y no necesariamente con sexo. Ander se sentía a gusto siendo soltero y sin compromiso, aunque a veces le apetecía tener un affair como los que tenía cuando vivió en el extranjero, especialmente porque esa mañana de Noviembre hacía 164 días que no se relacionaba sexualmente con una mujer sin tener que pagarle explícitamente. De la última vez pagando hacía solo tres meses, cuando fueron a Llanes a celebrar la despedida de soltero de un buen amigo suyo. Ander comenzaba a dejar de relativizar y ya decía que hacía tres meses que no se acostaba con una mujer, aunque no utilizara necesariamente esas palabras.
Cuando ese día Ander llegó a la oficina, sólo estaba la mujer, Idoia. No se la veía muy contenta, y eso que su pelo rubio rizado le ayudaba a sus gafas a ocultarle la cara. Tenía 36 años, era una mujer con una cara muy bella pero ya entrada en carnes sin haber dado a luz a ningún solo niño, pese a que ella y su marido lo intentaran durante muchos años. Además, no se preocupaba por su imagen, cada vez se peinaba menos, cada vez se ponía ropa más pasada de moda y además, su inicial buen humor parecía ir desvaneciéndose poco a poco. “Aviso que hoy salto a la mínima” dijo Idoia a modo de buenos días. “Aitor lleva dos días sin aparecer por casa, no te imaginas la que le va a caer la próxima vez que lo vea” a esto Ander no contestó y se incorporó en su escritorio con una sonrisa tímida, sin saber qué decir y sin saber ni siquiera si Idoia iba en serio o bromeaba. Más tarde ella comentó algo para expresar serenidad y tranquilizar a Ander. Mientras Idoia hablaba solemnemente, Ander recordó la ausencia de su marido Aitor y por momentos tuvo la fantasía de hacer el amor salvajemente con su jefa sin reparar en el mobiliario ni tan siquiera en la posible aparición de su marido. Tras unos momentos de trance, Ander volvió a concentrarse en lo que Idoia hablaba. Le comentó que desde el departamento de relaciones públicas del ayuntamiento le habían informado que hoy llegaban casi por sorpresa un grupo visitante del ayuntamiento de Malmö- que como Idoia dijo “creo que está en Suiza”- y que necesitaban a alguien que hablara Inglés, para enseñarles la ciudad y acompañarles, y que habían pensado en que Ander hiciera ese trabajo ya que él se defendía bastante bien en esa lengua. Ese encargo le llenó de felicidad a Ander, porque le permitía salir de esa casa llena de carpetas y problemas matrimoniales y utilizar un poco su Inglés “hombre, de vez en cuando hay que practicarlo que si no se va olvidando” pensó.
Idoia le prestó su coche para ir al aeropuerto. Por un momento, Ander pensó que el sol y sombra que se había tomado horas antes podría causarle una multa, pero se limitó a conducir y no reparó demasiado en ese riesgo. Afortunadamente, no había controles a esas horas por los lugares por los que condujo, pero casi todas las calzadas de la ciudad habían sido reformadas y por todas partes había badenes que provocaban bruscas subidas y bajadas al coche y por tanto a la barriga de Ander, lo que hizo a este preocuparse por esa soltura que la parte interior de su torso había adquirido casi por arte de magia. Mientras con el ceño fruncido y la ventana abierta esperaba ante un semáforo en rojo, Ander daba vueltas a su aparente aumento de peso cuando de repente una colilla encendida voló desde la ventana derecha del camión que tenía a su izquierda y haciendo una parábola perfecta, entró por la ventana de Ander y cayó de pleno en su barriga, haciéndole sobresaltarse, gritar y tardar más de 20 segundos en arrancar el coche ante el semáforo, ya en verde. Cláxones de hasta cinco coches resonaron sobre Ander y este arrancó el coche derrapando como en las películas de acción. Tras el suceso, una expresión de susto y cólera enfermiza dio paso a una carcajada malévola, poniendo en evidencia que ese peligroso evento hubo divertido a Ander. Por suerte no había coches patrulla cerca, porque podrían haber parado a Ander y sancionarle por conducir bebido. Sin más problemas y ya un poco más tranquilo, el licenciado en historia llegó al aeropuerto de Foronda. El mostrador de información estaba desierto, como el aeropuerto en general, pero un trabajador que pasaba por allí le informó de que la empresa que volaba desde Madrid a Vitoria había quebrado hacía un par de días y que los pasajeros volaban a Bilbao, desde donde se les trasladaba en taxi directamente a sus hoteles. Ander escuchó la noticia y se enfureció por dentro, aunque por suerte pudo controlar su rabia y limitarla a un gesto de enfado que mantuvo hasta regresar a su coche y llamar por el teléfono móvil a su jefa para que le dijera en qué hotel se alojaban los visitantes. Tras la conversación telefónica Ander se dirigió al hotel Almoneda, conduciendo con la calma del que no se preocupa en absoluto por el resultado de su trabajo.
Los visitante habían llegado al hotel una hora y veinte minutos antes de que lo hiciera Ander. El grupo consistía de dos señores suecos y una joven rusa. Los dos señores aguardaban sentados en los acogedores sillones del vestíbulo del hotel, mientras que la joven rusa, al ser una persona con infinita energía e incapaz de estarse quieta un segundo, paseaba por el cercano parque de la florida, observando y almacenando en su retina todos y cada uno de los pequeños detalles candidatos a ser capaces de fascinarle, que no eran para nada escasos. El parque por el que paseaba le cautivaba y se la podía ver paseando alrededor del kiosko de la Florida y deteniéndose ante el negro trompetista de Jazz inmortalizado junto a un banco donde están grabados los nombres de los artistas que han pasado por el célebre festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz. La joven conocía a muchos de esos músicos e incluso se acordaba de haber asistido a sus actuaciones tanto en el país que le acogía, Suecia, como en los mejores clúes de Jazz de Manhattan. La vulgaridad pero sobre todo el aburrimiento, eran conceptos normalmente ajenos a la joven.
Ander aparcó el coche en carga y descarga y entró apresurado al hotel, identificó a los visitantes y ambos se presentaron. Ander estaba un poco nervioso y aún un tanto malhumorado, pero intentó ser cordial y correcto con los señores, ya que ellos se mostraban muy amables y sonrientes. Por cortesía los señores explicaron para qué estaban en Vitoria. Ellos eran arquitectos del ayuntamiento de Malmö y querían conocer en persona el plan de revitalización urbana que se estaba aplicando al casco medieval de Vitoria. Eso era algo que Ander debería saber ya pero le vino de perlas que ellos mismos se lo explicaran porque en realidad no tenía ni idea de a qué venía esa gente y a dónde les tenía que acompañar. Aunque pudo entenderse con ellos a grandes rasgos, Ander se dio cuenta de que su nivel de inglés había caído a profundidades insospechadas y era incapaz de hacer una frase correcta y mucho menos de comenzar una frase sin un previo “eeeeee...”. Por supuesto que los visitantes conocían algunas localidades de la costa mediterránea española y estaban al tanto del nivel de inglés de las gentes que habitan la península Ibérica. Pero Ander hacía un tiempo se podía considerar una excepción, porque llegó a dominar ese lenguaje, por lo que la sensación de debilidad en ese momento fue brutal. Los señores se llamaban Lasse Lund y Olli Simonson, los dos eran relativamente altos, aparentemente hexagenarios pero con un aspecto muy fresco y apacible. Al terminar con sus formalidades, no exentas de un pequeño chiste por parte de los suecos, del que Ander solamente entendió que era un chiste y que se tenía que reír, el menos alto se dirigió hacia Ander con los ojos bien abiertos. “La jefa del proyecto está dando un paseo por ese hermoso parque”. Al cabo de un rato los tres hombres salieron del hotel a buscar a la joven y encaminarse hacia la sala de reuniones del departamento de obras públicas. Entre tanto Ander hacía esfuerzos por enterarse con disimulo de lo que tenía que hacer por medio de los mensajes SMS que le mandaba Idoia. Encogido, y pendiente de su teléfono móvil, el “guía” seguía a los visitantes como las ovejas siguen a los reclamos de un pastor, cuando levantó la vista y vio, en lo alto de un banco, una ardilla roja que miraba muy atenta hacia un lado, como si estuviera observando una ópera o cualquier otro espectáculo fascinante. “En mi vida he visto ardillas en la Florida” pensó Ander, pero cuando se fijó en que la ardilla miraba en realidad a la joven rusa, y que esta iba vestida con un glamour sensacional, sus cuestiones sobre la fauna vitoriana quedaron aparte y Ander se quedó completamente en trance, sin poder pensar, sin poder hablar y sin poder disimular una expresión de completo estúpido cavernícola. La joven abandonó con educación su charla con la ardilla y se presentó educadamente.
Yo soy Svetlana Vinogradova, encantada de conocerle”, le tendió la mano. Los enormes ojos azules y verdes de la rusa se clavaron en los de Ander y durante el tiempo que a Ander le llevó reaccionar y comportarse como una persona normal, Svetlana almacenó cantidades abrumadoras de información sobre Ander. A Ander los remanentes efluvios del sol y sombra le ayudaban a escuchar cientos de balalaikas interpretando bellas melodías mientras la intensa mirada de Svetlana le atacaba el rostro. Se sintió completamente débil e indefenso, por un momento se supo el ser más insignificante del mundo. Mientras hace unos años hubiera sonreído con la cabeza bien alta, demostrando esa seguridad que a las mujeres les gusta encontrar en un hombre, Ander se quedó sin palabras y sin saber qué hacer. “Bi...bienvenida a Vitoria” respondió Ander mostrando muy poca confianza en lo que decía. “Acompáñenme a la sala de reuniones, si me hacen el amor...perdón, el favor”, al decir esto miró al suelo y cual Narciso, vio el reflejo de su cara enrojecida en un charco que había junto a sus pies, sólo que en vez de enamorarse de sí mismo, Ander sintió odio hacia su propia persona. Los visitantes lograron aguantar una carcajada, los hombres sonreían hacia el suelo pero Svetlana sonreía hacia Ander, caminando por detrás de él. Sin lugar a duda se sentía muy divertida por la personalidad de Ander, en medio minuto hubo sacado varias conclusiones pero quería saber más y más. Sin lugar a dudas, acabaría el día sabiendo mucho sobre Ander sin haber tenido que preguntarle nada. Ese era su estilo, ese era su don, y esos eran los poderes que utilizaba para cabalgar por la vida.
Ander acompañó a los visitantes al departamento de obras públicas, donde tenían una reunión con el concejal. Aunque él pensó que tenía que hacer las de traductor en las necesarias reuniones, el concejal en persona le dijo que ya tenía un servicio de traducción contratado, y que dado que el contenido de esa reunión en particular era confidencial, le invitaba a marcharse un par de horas y volver a recoger a los visitantes para llevarles a que vean la ciudad, “o algo”. Oído esto Ander se sintió bastante infravalorado, pero por otra parte pensó que tenía un par de horas para hacer lo que le apeteciera, así que marchó a comer a casa de sus padres. Su madre había preparado merluza, y a Ander no le gustaba en especial, así que se quejó y tuvo una breve discusión familiar. Dado que Ander ya hubo tenido un día lo bastante estresante, no quiso discutir y prosiguió comiendo, aguantándose la rabia con un gesto malhumorado y serio. Al terminar de comer, en lugar de ver con su madre un programa del corazón que a esta le gustaba mucho, decidió irse a su cuarto a echar una siesta. Aunque se sentía cansado, Ander no podía dejar de pensar en todas las cosas que la había sucedido en ese día. El corto tiempo con los visitantes le había hecho darse cuenta de muchas cosas sobre su pasado y sobre su presente. Le daba la sensación de que en lugar de evolucionar, involucionaba y se sentía progresivamente invadido por sombras, en lugar de soles. Ander era práctico y pensaba en cómo podía solucionar ese problema, pero se daba cuenta de que dadas sus circunstancias, le era muy difícil cambiar, pronto cumpliría 30 años y le parecía que era demasiado tarde para cambios, nadie que él conociera de su edad cambiaba de repente su forma de vivir. La suerte estaba echada y a partir de entonces habría que apechugar. En torno a estos pensamientos aparecía intermitentemente el rostro de Svetlana Vinogradova como un “gato de Cheshire” que sonríe ante sus desgracias. Pero más que ira, el rostro de esa muchacha le provocaba mucha atracción, y progresivamente sus pensamientos comenzaron a ser invadidos por una Svetlana desnuda que se mostraba sexualmente accesible para y sedienta de Ander. Bajo su edredón, Ander notó que su pene se erguía y no puedo resistirse a agarrárselo y empezar a masturbarse con cuidado de no hacer demasiado ruido. Al acabar de masturbarse, Ander recordó que tenía que volver al departamento para recoger a los visitantes y a una diosa del sexo que seguía en sus pensamientos, pero esta vez vestida y sin pedirle nada sexual a Ander. No le dio tiempo a ducharse pero si que se limpió con un poco de papel higiénico. Al salir apresurado por la puerta se notó un ligero olor desagradable que le hizo sentirse de nuevo mal, aunque trató de no pensar demasiado en ello y actuar con naturalidad.
Una vez en el departamento, Ander se reencontró con los visitantes y estos mostraron estar muy satisfechos con la reunión, y añadieron que Vitoria tenía planes de futuro ejemplares. Del mismo modo añadieron que ya no tenían más deberes que hacer ese día y que se quedaban en manos de Ander. Se supone que esto lo debería de adelantar Ander pero es que en realidad todavía desconocía por completo la agenda de estos nobles señores y señorita. Al entender que Ander debería enseñarles la ciudad de manera improvisada, se excusó durante unos minutos en el baño y aprovechó para pensar en qué es lo que a un grupo de gente sueca educada le gustaría de la capital alavesa. “Pues los pintxos y el vino por supuesto” pensó, y así volvió entusiasmado a donde su grupo y les informó que comenzarían la visita turística por la ciudad. Svetlana seguía divirtiéndose mucho cada vez que Ander abría la boca para decir algo.
Durante las siguientes horas, el grupo paseó por el ensanche y por las zonas con más encanto del casco viejo vitoriano. Ander explicaba todo lo que él conocía sobre la historia de Vitoria y sobre sus lugares. Aunque no fuera la época del año más bonita de la ciudad, los visitantes parecían admirados y escuchaban muy atentos el discurso de Ander. Algunos transeúntes se cruzaban a su lado y miraban curiosos a un vitoriano hablando vehementemente en inglés a un grupo de “guiris”. Ander nunca había aprendido a disimular muy bien. Los visitantes hacían fotos y alguna que otra pregunta a la que Ander contestaba muy entusiasmado. Por primera vez en todo el día Ander se sentía relajado y muy orgulloso y afortunado de enseñar su propia ciudad a gente de fuera, pues él siempre había pensado que Vitoria tenía un encanto especial a pesar de otras cualidades que no eran tan dulces. El sol en ese momento se encontraba detrás de unas nubes que traían recuerdos del océano atlántico, pero Ander notaba su calor. Svetlana no hablaba tanto ni sacaba fotografías, pues estaba demasiado ocupada en guardar e interpretar toda esa información que sus enormes ojos eslavos capturaban. Sin resultar sorpresa alguna, la mayoría de los hombres que veían a Svetlana fijaban sus ojos en ella o en sus pechos durante varios segundos. Ella lo sabía perfectamente pero igual de perfectamente lo despreciaba, y no se sentía ofendida para nada, porque era algo que ocurría en un mundo que se situaba millas más abajo de la realidad que a ella le preocupaba. Ander a ratos le dirigía miradas furtivas buscando cazar su mirada y recibir así algo de información. Ella sabía perfectamente en qué momento Ander la miraba y también hacia dónde miraba, como si tuviera ojos en cada parte de su cuerpo. Ander no se acordaba de que una mujer verdadera no da información de manera tan fácil. Y Svetlana era una mujer verdadera de una carne y un hueso de gran calidad. “¡Ahora viene la mejor parte de la visita guiada!” exclamó Ander. Con ello quiso decir que iban a comenzar a tomar vinos y también unos pintxos. Entraron en un bar. Si a Ander le emocionaba hablar de su ciudad, mucho más le emocionaba hablar de la cultura de ir a los bares a tomar vino de la Rioja y pintxos. Le encantó explicarles la diferencia entre los pintxos y las tapas y cuáles eran los más sabrosos y también cuáles eran los vinos que merecía la pena probar y el momento apropiado para tomarlos. Los suecos dijeron que les fascinaba la cantidad de vida que había en esa ciudad y que la comida y el vino fueran de tanta calidad. Les dio la impresión de que allí la gente salía todos los días. Explicaron cómo en Suecia la gente trabaja duro y cuando ha terminado con sus tareas, y si se lo pueden permitir, salen a cenar o a beber.
Este grato intercambio de impresiones y de culturas, incluyendo la ingesta de vinos por diferentes bares prosiguió durante varias horas, y Ander comenzó a notarse- y a dar señas de estar- borracho. Los visitantes aunque pudieran estarlo, no lo mostraban tan fácilmente y con tal de no tener que mostrarlo, amablemente dijeron que no querían beber más vino y que preferían ir al hotel a descansar, que había sido un día agotador. Aunque por una parte quisiera que se quedaran un rato más, o que al menos lo hiciera Svetlana, Ander lo entendió y se despidió de su grupo de manera cordial y un tanto cariñosa. Antes de despedirse de Svetlana, esta mantuvo una breve conversación en sueco con sus compañeros y mientras estos salían del bar, Svetlana se quedó inmóvil mirando hacia la puerta y luego se dirigió hacia Ander. Ander comprendió la situación y sintió un calor abrasador que se extendía desde su cabeza por todo su cuerpo cayendo de golpe en sus genitales y rebotando hacia sus piernas, que empezaron a temblar en voz baja, como le ocurre al adolescente que recibe su primer beso de manos de la chica de la cual está enamorado hasta las trancas. Se sonrojó, miró al suelo y Svetlana se dirigió hacia él. “Sé lo que estás pensando y solo quiero que sepas que me interesa mucho continuar esta velada contigo, pero que no significa que vaya a acostarme contigo”. Ander entendió la situación, y recordó que esa cantinela la hubo escuchado ya un par de veces a un par de mujeres, y que en ningún caso significaba un “no” rotundo. Mantuvo las esperanzas, se armó de confianza y se preparó a afilar todas sus armas de seductor implacable.
Continuaron la velada en un discreto bar llamado “El hada verde”. Un lugar donde había que llamar a un timbre para pasar y donde el antipático dueño servía absenta y pinchaba buenos discos a discretos clientes a los que admitía solo si mostraban un comportamiento contenido. A Svetlana le fascinó el ambiente bohemio del lugar, y Ander confió en haberse ganado unos cuantos puntos con su elección. Durante varias horas Svetlana y Ander charlaron relajada y cómodamente, sintiéndose muy conectados el uno con el otro. Por primera vez en mucho tiempo Ander sintió que lo que había dentro de él realmente interesaba a alguien. Hablaron de su infancia y de sus estudios. El pasado de Ander se presentó en la conversación y este comenzó a meditar y a comprender la enormidad de su cambio. Ella le entendió y le habló como habla un psicólogo. Pero con tal de no caer en temas demasiado serios Ander comenzó a ser muy jovial y consiguió hacer reír a Svetlana. Ella sabía que aunque realmente le hiciera gracia lo que un hombre decía, muchas veces permanecía seria, porque reír las gracias de un hombre podía significar estar interesada hacia él. En ese momento ella se sentía cómoda riéndole las gracias a Ander porque por una parte se sentía enormemente atraída por él. La copa de absenta le ayudó a sentirse un tanto excitada. Ander sabía lo que se hacía. Ella propuso abandonar el local.
Mientras caminaban hacia el hotel, Svetlana iba agarrada del brazo de Ander y seguía riendo y sonriendo, estaba muy receptiva y Ander estaba muy seguro de sí mismo, pero lo cierto es que la conversación mantenida durante esa noche le había hecho pensar mucho sobre sí mismo, y su lascivia se había atenuado progresivamente. Trató de no pensar demasiado y de aprovechar la oportunidad que se le presentaba esa noche. Llegaron al hotel y hicieron un amago de despedirse abrazándose, sin ni siquiera un beso en la mejilla. “Creo que esta noche ha sido muy especial, y por tanto quiero que subas conmigo” dijo Svetlana, a lo que Ander respondió afirmando con una leve sonrisa, sin poder evitar mostrar que su proposición le hubo parecido completamente previsible. “Y yo quiero subir”.
Al llegar a la habitación Svetlana se avalanzó vehemente hacia Ander y comenzó a besarle con gran intensidad, tratando de quitarle la chaqueta. Aunque a esas horas este hombre desprendía un olor bastante indeseable, ella daba señales de estar muy excitada y de querer acostarse con él a toda costa. Ander, pese a comprender que en ese mismo momento experimentara lo que muchos hombres soñarían vidas en experimentar, se sorprendió de que esa energía sexual no le llegara al interior del cuerpo, es decir, no logró mantener una erección. Mientras Svetlana le desvestía él pacientemente esperaba a conseguir esa necesitada erección, pero al ver que tardaba más de lo habitual, posó a Svetlana sobre la cama y comenzó desvestirla. Ella estaba cada vez más excitada y no pudo evitar el jadear en voz alta en un momento dado. El momento decisivo llegó después de que Ander desabrochara la camisa de Svetlana y se encontrara con que utilizaba un sujetador rojo de encaje que le recordó a una novia lituana que tuvo cuando estudiaba en Francia y por tanto en una época de su vida donde realmente fue feliz, donde todos los días aprendía algo nuevo y donde él era dueño de su día a día. Se detuvo pensativo ante ese sujetador. Svetlana le miró extrañada y Ander rompió a llorar como una magdalena. Lloró y lloró durante más de una hora mientras su amiga le abrazaba y trataba de consolarle. “Sé porqué lloras” dijo Svetlana. Ander se quedó dormido con un cauce de lágrimas en cada mejilla.
Al día siguiente se despertó solo con un considerable dolor de cabeza. Bajó al restaurante y Svetlana desayunaba allí. Se saludaron con un gesto de cabeza y Ander salió del hotel. Por un momento recordó que el día anterior hubo dejado el coche de Idioa mal aparcado junto al hotel. Obviamente el coche ya no estaba allí aparcado, seguramente la grúa se lo hubo llevado. Ander no se preocupó ni se enfadó. Se fue a la estación de tren y esperó al siguiente tren con destino a Hendaya. Al llegar a Hendaya se metió en un TGV y ese día por la noche se presentó en Paris, en casa de un viejo amigo. La ciudad estaba radiante y Ander comprendió que Paris, pero sobre todo el sol, le habían acogido con los brazos abiertos dándole ánimos para comenzar una nueva vida. Y en gran parte así fue.
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Insomnio

Insomnio, desvelo, recuerdos

atrás queda un lugar en el tiempo

un lugar en otro lugar

en el que por desgracia ya no me encuentro


Sol, donde estás ahorita?

Si te he visto pasear de noche

allá donde me gustaría estar

notando el calor moreno de su roce


quema ya estos disgustos

concédeme un salvoconducto

allá donde más fuerte brillas

y hazme preso de ese mundo


porque aquí soy un ermitaño

esclavo de lo artificial, huraño

un chupón de frío hielo, solitario

amenazando con caer