Monday 3 January 2011

Olas, tiburones y el mundo a nuestra medida

Olas, tiburones y el mundo a nuestra medida


Los primeros rayos del sol se colaron por la escotilla del crucero alterando el sueño de Santi, cuyos ojos miopes terminaron por abrirse. Apartando la colcha de la estrecha cama, se incorporó poniéndose las gafas para mirar el reloj.

-¡Jode son las 4!-exclamó en voz suave y afónica, incomodando al resto de los durmientes. Tras reconocer su impertinencia, suavizó sus movimientos y salió del camarote a observar el fenómeno del sol de medianoche, que sólo a esas latitudes podría encontrar, y que era de hecho uno de los puntos fuertes de ese loco viaje.

Por los pasillos del barco aún había personas dirigiéndose torpemente a sus camarotes o a los de sus recién conocidos amigos, para despedir esa subrealista experiencia del anonimato a la deriva sobre el mar Báltico, que fácilmente uno se podía permitir ya por aquellos tempranos años setenta. Medio dormido, Santi ignoraba parcialmente esos paisajes dioníseos y se dirigía con la cabeza gacha y el ceño frundido –sin mala fe- hacia las escaleras que conducían a la cubierta de proa. Una vez en cubierta, la frescura del aire del alba prematura le palió los dolores de una suave resaca con la que pagaba la euforia vacacional de la experiencia vikinga. El sol, a estribor, justo emergía en su totalidad ya fuerte, diluyendo por el cielo su luz en colores rojizos, verdes y azules desde el Este hacia el Oeste. Algunas nubes muy finas, contagiadas también de luz, marcaban paralelas la línea del horizonte, y como epicentro de todo este espectáculo, el mar, cuya sección llevada a cabo por la imperiosa navegación de ese gran tiburón blanco de acero, producía un sonido dramático pero agradable, dándole a Santi una sensación de fuerza que atentaba aún más la incomodidad de su deshidratado despertar.

Pero lo más excitante de la experiencia era algo que junto a la barandilla de cubierta, una pareja rubia radiante ya observaba abrazada: la línea de tierra a la vista, presidida por una luminosa urbe que se extendía progresivamente sobre algún lugar de la inmaculada naturaleza septentrional. Santi, tuvo la gran fortuna de paliar su resaca con ese analgésico natural de vía ocular y auditiva. Lo mejor de todo es que él lo sabía; era un tipo sencillo, de los que entienden que aunque los bienes materiales ayudan a uno a sentarse en la vida de maner más cómoda, lo que realmente les produce placer es el cultivo de la mente mediante el conocimiento y la comprensión de los fenómenos que lo humano e incluso lo divino, emanan de sus entrañas; algo que se puede conseguir solo con abrir los sentidos y la mente. Este joven hombre, además, no utilizaba este carácter de maner pretenciosa si no que se lo reservaba como ley innata de su mundo interior, dejando para su superficie una personalidad campechana, vital y sana aunque siempre ingeniosa – y es que hay cosas que no se pueden evitar.

Idea suya había sido la realización de ese viaje cuya ida terminaría probablemente en esa ciudad que ante sus ojos emergía. Durante quince días, él y otros tres amigos habían emprendido una ambiciosa y de alguna manera liberadora odisea estival por toda Europa, partiendo desde los tostados campos de Álava en un Renault 4L de color rojo. Santi, aburrido de que sus viajes al extranjero consistieran en ir a Hendaya a ver películas pornográficas con sus amigos de la “mili”, no podía dejar de pensar en lo que su extensa mente podría experimentar más allá de la frontera de un país donde las mentes extensas eran los principales territorios sobre los que se construían represivos muros de hormigón y alambres espinosos. Olvidar esa agonía por unos días era algo muy emocionante y cada vez más accesible. Ese pequeño e incómodo coche comprado en aquella primavera era el medio para matar ese gusano y lanzarse a la tímida conquista del viejo continente. Los puntos cardinales favoritos de la brújula que regiría el periplo serían el “N” y “NE”, pues por otra parte Santi sabía que esos territorios estaban humanamente más avanzados y por tanto le atraían todavía más. Gracias a su poder de sugestión, insistir a 3 amigos no le fue muy difícil.

Así, una vez pasada la oscura aduana de Irún, pisaron el acelerador y en menos de una jornada arrivaron a la “ciudad de la luz”, que en esa época hubo cambiado sus bombillas por unas más brillantes y de colores más diversos que emanaban de miles jóvenes resignados a la oscuridad del conformismo. Allí todo parecía mucho más vivo y luminoso.

Quedándoles París para siempre, siguieron el viaje pasando por Bruselas, Amsterdam, Gröningen y Hamburgo, tratando de sonreír a los oficiales de aduana que con una asombrosa distinción y educación les daban la bienvenida a los diversos países por los que experimentar, y por alguna misteriosa razón, en cada uno en el que entraban, el aire olia o al menos parecía oler de una manera distinta. Cuanto más al norte todo parecía más exótico; los verdes campos de Dinamarca, apisonados por las vacas y decorados con iglesias de tejados subiendo al cielo en vertiginosos ángulos, emocionaron sobretodo a María, que no paraba de hacer fotografías a través de la cuadriculada ventanilla del coche. El ambiente fue durante todo el viaje excepcional, quizás influenciado por el optimismo y carácter relajado de Santi, que amansaba a cualquier fiera que se le pusiera ante sus gafas. También, se deleitaron con decenas de tipos de quesos, carnes y cervezas diferentes que esa cultura del trabajo duro producía y vendía a estos risueños y desenfadados viajeros con gran amabilidad.

Como el pequeño puente cinturón estaba a medio construír, sortearon las islas danesas en barco hasta Copenague y de ahí partieron a Malmö otra vez en crucero. La marcha del viaje era rápida y ardúa; casi no podían pararse a observar los centros urbanos de esas ciudades que los Vikingos hubieron fundado para comerciar. Con todo, la gente estaba contenta ya que la simple actividad de conducir cruzando fronteras y paisajes mitológicos eliminaba la ocasión de preocuparse por seguir un itinerario organizado. Cruzada la gran Suecia, llegaron a Estocolmo con el coche pidiendo piedad. No fue difícil dar con un taller lleno de relucientes Volvos donde un mecánico robusto y pelirojo echó un vistazo a esta relativamente ridícula máquina.

-Everything is ok but leave the car rest for a day- dijo el Sueco con calma.

-Pues nada, Thenkiu y al polvo con el Volvo- Contestó Santi, produciendo una ligera expresión de duda y atención en el mecánico y enrojeciendo las caras de sus amigos, que acostumbrados a esa sublime espontaneidad de Santi, ya podían contener las carcajadas.

Tras dar vueltas por esa mágica ciudad, comieron unos arenques rebozados y llevaron el cohe a la bodega-parking del crucero que les llevaría a Helsinki. Esa noche había algo que celebrar.

Y así fue, en contra de ese tópico que caracteriza a las gentes del norte de reservadas, en el corazón de aquel barco se vivía una fiesta con música en directo y mucha gente bailando los ritmos de moda. El ambiente recordó a Antonio al que encontró dos años atrás en sus vacaciones veraniegas en las islas Canarias, lo encontraba extremadamente cursi pero a la vez divertido, y se dejó llevar. A medida que avanzaba la noche el movimiento era mayor hasta que en un momento dado, muchos bailarines vocacionales dejabaron de respetar el compás ya que tenían suficiente empresa tratando de cordinar sus músculos. En ese momento el tópico que caracteriza a las gentes del norte de exelentes bebedoras, corroboró la invalidez del anterior. Una hora y 15 minutos fue lo que Santi pudo dormir.

La distancia al puerto era cada vez menor y la hermosa cúpula blanca y azulada de la catedral -que incluso hoy en día sigue presidiento el paisaje de la capital de Finlandia- se hacía cada vez más grande. La rubia pareja de enamorados decidió retirarse para salir los primeros del barco, pues su sobriedad les aventajaba en este proyecto. Santi aguardó codicioso 5 minutos y luego volvió al camarote para despertar a sus amigos.

-¡Lo que os habéis perdido! El sol a tope a las 4 de la mañana- exclamó Santi muy vital, incomodándo a sus resacosos compañeros.

-Cagüen la leche..., tenías que haberme despertado, ahora supongo que hay que largarse y mira cómo andamos- dijo Antonio con el ceño fruncido.

-¡Hombre!, no haberte embriagado tanto con tanta finesa, que no finlandesa. Por cierto no sé si erais consiences de que se dice Fines y no Finlandés. Venga, vamos -Bromeó Santi justo antes de salir del camarote para incorporarse a la larga fila de personas que religiosamente se situaban para salir del crucero. Entonces, santi se asombró al pensar que en escasas dos horas, toda esta gente había pasado de caminar a cuatro patas a formar una cola donde aguardaban con paciencia de pescadores.


Aquella soleada mañana del 7 de Julio los viajeros se dedicaron a explorar aquellas calles que subían a y bajaban de colinas por las que en ocasiones aparecía un estrecho tranvía verde. María se sorprendió de lo romántica que esa ciudad le parecía, con sus silenciosos edificios Art-Neveau apoyados en bases de cristalino granito. El ambiente urbano daba una sensación de robustez y a la vez de mucho dinamismo, aunque otra característica sorprendente era la de la excesiva tranquilidad de las calles de una capital nacional. Robusteza, dinamismo y a la vez esa curiosa sensación familiar de cuando uno va a los pueblos pequeños. De eso se darían cuenta horas más tarde.


Tras perderse por las calles de Punavuori y Kamppi, volvieron a la Esplanadi, que es la arteria de la ciudad y el lugar donde habían dejado el coche. Eran ya las dos y media y se dieron cuenta de que estaban muy cansados y que querían comer bien; querían pegarse algún capricho que no se habían permitido en todo el viaje. Y es que todos venían de una cultura en la que comer es más que una necesidad. Entraron sin pensárselo dos veces en un lugar donde se leía “ravintola-restaurant”. Les sorprendió el que una arreglada y muy bella joven les indicara que para llegar al restaurante tenían que coger el ascensor. Al salir del ascensor entraron en una estancia donde gobernaba una elegancia y un diseño que fascinaba y a la vez llenaba de energía. Un balcón ofrecía unas vistas de toda la ciudad, que en ese día soleado aparecía mñas extensa. De los viajeros, nadie estaba arreglado y todos tenían un aspecto cansado, pero un camarero que acababa de recoger una mesa les atendió con extrema amabilidad. Les acomodó en una mesa para cuatro comensales a escasos metros de los únicos clientes del bar. Santi se fijó antes de sentarse que esos dos hombre hojeaban unos planos desplegados sobre la rectangular mesa. Pidieron carta en castellano y la recibieron en seguida. Uno de los comensales cercanos les miró con curiosidad. El hombre tenía el pelo bastante largo y su ligera sonrisa resultó familiar a María, que le miró de regazo con un breve gesto muy femenino y serio. En la portada de la carta, que era de un cuero finísimo, se leía “Restaurante Savoy”; el nombre llamaba la atención, y el hecho de que los platos no fueran tan caros como ellos se imaginaban, todavía más.

Pidieron el menú más económico sin pensar demasiado en lo que les traerían a la mesa. Mientras esperaban charlaban de lo magnífico que era el lugar, como tratando de darse a sí mismos y a su alrededor una impresión de gente educada y noble, aunque sin poder evitar las inevitables subidas de tono y repentinas risas que caracterizaban las conversaciones de esos amigos. Tras un ingenioso chiste de Santi, el comensal de antes se dirigió a ellos esta vez de manera más decidida.

-Aquí bacalao a la vizcaína no hay, pero os recomiendo el “reno de Salla”- interrumpió el hombre con un acento catalán.

-Nos has pillado sin que llevemos la txapela- respondió Santi casi instintivamente y regalando una sonrisa de lo más agradable.

-¿De Bilbao?- preguntó el hombre

-Por desgracia no, pero Vitoria es igual de grande - respondió Santi mientras sus amigos escuchaban atentos y sonrientes.

-¡Vitoria!...bonita catedral, es una pena que solo se haya podido construir la mitad del diseño.

- No lo diga usted muy alto, que conocemos al arquitecto.

-Yo también, fue invitado a la inauguración del taller, siete años atrás. Perdón, no me he presentado, soy Ricardo Bofill.

-¡Ya decía yo que me sonaba familiar!- interrumpió María en un impulso.

-Si os interesa la arquitectura de esta ciudad estáis invitados a un tour vespertino de cinco estrellas- dijo el hombre.

-Nos parece fantástico. Yo quiero ir algún día a Oslo a ver todas las obras de un arquitecto noruego que me fascina. Como era... un tal Alvaro Alto - comentó Santi. Al oír esto, el hombre explotó en una carcajada y su acompañante, que hasta entonces ignoraba la conversación, le dirigió la mirada con una expresión de curiosidad y susto.

-Pues te las va a enseñar él mismo. Les presento al señor Aalto – los presentados saludaron completamente atónitos de experimentar tal casualidad. Santi se sonrojó considerablemente. No daba crédito.

Tras comer con mucho gusto y charlar sobre el viaje y sobre arquitectuas y culturas regionales en general, el anciano señor Aalto indicó a los vitorianos que no tenían que pagar. Lo que no comentó fue que sus privilegios en dicho local se debían a que él había diseñado el restaurante, pero de esto Santi se enteraría al volver a su casa y apresurarse a conocer toda la obra de este artista. Al salir a la calle, se dividieron en dos coches; los cuatro vitorianos en el Renault rojo y los dos arquitectos en un Citroën DS “tiburón” color azul grisáceo. El coche rojo siguió al tiburón a través del plano urbano de Helsinki con las ventanas abiertas, dejando que el bendito aire aliviara la interrumpida sobremesa. Los ocupantes se sentían como verdaderas estrellas de rock, parecía que el mundo estaba creado para ellos y que era mucho más pequeño de lo que a simple vista parecía. Santi recordó que un buen amigo suyo hubo coincidido en un hotel de Almería con James Mason- pero seguro que ni le invitó a comer ni le llevó a presenciar el rodaje- pensó. Aunque las horas perdidas de sueño se le acumularan, la emoción le suprimía toda sensación de sueño, algo excepcional para alguien que considera la siesta una práctica incondicional.

Sin saberlo, condujeron por Mannerheimtie pasando junto a la masa de granito del edificio del parlamento, que recordaba a al pertenón de Atenas, y junto al museo nacional, cuya torre apareció ante ellos a la vez que por la radio sonaba “Misty Mountain Hop” de Led Zeppelin. Por alguna misteriosa razón, la música y esa imagen se compenetraban a la perfección. Siguieron al tiburón que se metía en un parking, junto a un edificio asombrosamente blanco y extraño. Aparcaron los coches en batería. El señor Bofill salió del coche y se dirigió a los Vitorianos señalando el edificio, expresando inquietud.

-Este es el último y más ambicioso projecto del señor Aalto, es un palacio de congresos llamado “Finlandia Talo” que se inaugurará el próximo año. Si sois capaces de apreciar, es algo espectacular- comentó Ricardo mirando hacia el edificio con una expresión pensativa. Los Vitorianios salieron del coche y se acercaron a observar el edificio, junto al cual había unos cuantos obreros trabajando con disciplina militar. Los bloques de mármol de carrara estaban siendo dispuestos por unas altas grúas, y progresivamente las ingeniosas líenas del edificio se iban definiendo. Mientras los virotianos observaban, el señor Aalto, ya anciano, salió del coche pero se quedó apoyado en él, mirando el edificio y tomando notas en una libreta de bolsillo. La imágen del anciano comunicándose en serio silencio con su obra era algo espectacular. Mientras anotaba apretaba los labios y sus ojos azules se cerraban parcialmente. Santi recordaría ese detalle durante muchos años.

Tras sacar unas fotografías y caminar junto a la orilla de la pequeña bahía con la que lindaba el solar, volvieron hacia los coches. Bofill les explicó que la siguiente parada iba a ser una propuesta realmente interesante en la que el señor Aalto no había participado, pero que admiraba mucho y que desde su inauguración dos años atrás, solía visitar frecuentemente para anotar anotar ideas y entenderlo. Arrancaron los coches y se dirigieron hacia el Oeste, saliendo del centro de la ciudad por un puente que comunicaba numerosas islas cubiertas por pinos y habitadas por algunas edificios de pisos que se integraban de manera perfecta en ese paisaje de bosque, emergente granito y mar.

Llegaron a la ciudad de Tapiola, que como Bofill siguió explicando, era una “ciudad jardín” diseñada por arquitectos fineses que había recibido atención internacional. Caminaron por una acera pararlela a un carril para bicicletas y torcieron hacia el centro cultural. Todos se quedaron fascinados con esos edificios que conbinaban mármol y cristal; eran como cubos unos encima de otros. En la plaza central había una piscina de poca profundidad donde unos niños se bañaban y jugaban. Esta vez el anciano Aalto les siguió por detrás y en ocasiones se detenía a anotar.

-Con esto nadie contaba, ¿eh?- dijo Santi. Los amigos negaron rotundamente, considerando que el viaje había llegado a su clímax y que ya se podían dar por satisfechos.

Al cabo de dos días, que dedicaron a visitar el parque nacional de Nuuksio con sus lagos y bosques, y la ciudad de Porvoo, tomaron el coche y volvieron por donde habían venido. La vuelta, como siempre, se les hizo mucho más corta y, sorprendentemente, el pequeño Renault aguantó sin dar ningún problema. Quizá se contagió de energía en esas horas que estuvo cerca del tiburón azul grisáceo. Cuando volvían por Alemania, Santi sacó un diccionario de finés al español que hubo comprado en una pequeña librería de Tapiola. Se dió cuenta de que aalto significaba “ola” en finés.

-Ya no se me ha perdido nada en Noruega- Dijo.

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