Monday 3 January 2011

El Sol y la Sombra

El Sol y la Sombra
(Y las reflexiones de Ander Ruiz sobre su involución)
Al sol le quedaba aún una hora para salir, pero dado que esa noche había llovido y que la oscuridad a esa hora era más profunda de lo normal, se podía sospechar que ese día Vitoria-Gasteiz no iba a ser alumbrada por el astro rey. Por las calles afluentes a la Avenida Gasteiz, las persianas de los comercios cuyos propietarios aún podían mantener, se abrían, produciendo un ruido breve e intenso que de alguna manera anunciaba el comienzo de un día de Noviembre. Algunos coches circulaban despacio y silenciosamente por las calzadas, transportando a los afortunados que todavía podían verse yendo al trabajo y conduciendo coches cuyos seguros, ITVs y recambios todavía podían pagar. Por una acera, ante oxidadas persianas y junto a coches aparcados, caminaba un hombre con la cabeza gacha, vestido con un traje un tanto arrugado y estampado con accidentadas pelusas. Traía consigo un maletín que a ratos sujetaba con su mano derecha, y a ratos con su mano izquierda, y que al hacer ese cambio de manos sacudía la mano que le quedaba libre con la intención de estirar los músculos de la mano. Era realmente vicio, porque en ese maletín sólo había dos carpetas, unos papeles y tres DVDs que hacía dos días deberían haber sido devueltos al videoclub. Ese hombre se llamaba Ander Ruiz y como cualquier ama de casa o persona observadora pudiera imaginarse, en ese momento se dirigía al trabajo. Con más tiempo de lo normal para ser un lunes. De repente, durante su imperfecta marcha, se detuvo pensativo al pasar por una pequeña plaza de la calle Chile, y giró hacia la izquierda para dirigirse a un bar de barrio que solía frecuentar algunas tardes después del trabajo. Ese establecimiento no tenía un nombre oficial, pero todos le llamaban “el Chuchi”. Tampoco existen teorías oficiales de porqué se le dio dicho nombre, pero esa “marca” concedida anónima y naturalmente había funcionado durante muchos años y la gente de ese barrio e incluso de otros barrios de Vitoria sabía que era un bar y que se situaba en esa insignificante plaza apartada de las grandes arterias urbanas.
Ander entró al establecimiento y saludó al vacío con la cabeza, dibujando una sonrisa de Mona Lisa que mantuvo al apartar la mirada del camarero y dirigirla hacia la estantería de las bebidas dos segundos después. Eran las ocho menos cuarto. Al terminar de poner un café y cobrar, el camarero, cuyos ágiles y rápidos movimientos manifestaban su estado ya despierto, se acercó hacia Ander y se apoyó sobre el metal de la barra con los dedos. Accidentalmente, una luz del bar alumbró sus ojos desorbitados y sus brillantes entradas. “Qué te pongo” preguntó el camarero. “Un con leche” respondió Ander, dando ciertas señas de que no había terminado de hablar, aunque el camarero no las recibiera y se volviera a la cafetera para preparar ese café con leche “y ponme un sol y sombra” añadió Ander , tras lo que volvió a sonreír levemente y a mirar con sus sensuales ojos hacia el fondo del bar, donde había una máquina de Bingo, junto a la cual otro trabajador ojeaba las noticias del Marca con un croissant mordido en una mano y un cigarrillo encendido en la otra. “Veo que tres años en el extranjero no te han hecho olvidar las tradiciones, ¿eh?” comentó Antonio esta vez con los ojos más relajados y una sonrisa más agradable. “Todo lo contrario, el estar fuera me ha hecho tener más cariño por las cosas de casa” contestó Ander con un tono un poco sarcástico, como si quisiera dar a entender que no hablaba completamente en serio. La conversación se agotó aquí porque Antonio tenía más clientes y tuvo que hacer oídos sordos a lo que no fuera trabajo. Esto le dio lugar a Ander a reflexionar sobre sus años en Francia y su “vuelta a casa”, algo que no hacía con mucha regularidad porque no quería torturarse con la idea de si había hecho bien tomando la decisión de quedarse o no. Más de mil veces había oído que no hay que pensar en el pasado y que hay que aprovechar cada instante de la vida con una actitud positiva. Esa actitud aplicaba en ese momento mientras saboreaba un café con leche sin azúcar y sufría la intensidad de su sol y sombra; le gustaba especialmente observar cómo el Brandy de Jerez nunca se llegaría a fusionar con el Anís del Mono. A veces Ander contemplaba así la vida; un recipiente con soles y sombras, con subidas y crecidas, con todos los dualismos que teórica o prácticamente había aprendido en su joven vida. Él quería quedarse con los soles, con lo bueno de todo, pero a veces mantener ese equilibrio era una tarea difícil, a veces ocurría que también había que aguantar algunas penumbras para más tarde lograr ese sentimiento de perfección que produce el calor del sol en la piel cuando esta ha pasado un poco de frío. Pero en realidad -pensaba- a los seres humanos nos gusta la seguridad de recibir la luz del sol durante todo el día, y durante toda la vida, aunque puede que esa luz alumbre tanto que su efecto en nosotros se atenúe gradualmente, sin que nosotros nos demos cuenta desde dentro. Y salir a observarlo desde fuera da miedo. A raíz de estas reflexiones, Ander tuvo la impresión de que tomarse una copa antes de ir a trabajar no era lo más apropiado ni para su mente ni para su cuerpo, pero realmente ese lunes se sentía especialmente cansado y necesitaba algo que le animara. En realidad no le apetecía ir a trabajar.
Con todo, terminó su “desayuno” y se acercó a la oficina, que estaba a escasos metros del “Chuchi”. Era un poco difícil responder a la pregunta de a qué se dedicaba, porque ni él mismo lo tenía demasiado claro. Trabajaba en una oficina para una empresa sub-contratada por la Diputación de Álava que se dedicaban a supervisar documentos y a hacer algo de contabilidad. En un principio, su antiguo profesor de la universidad, que era un hombre ilustre y con contactos, le consiguió un trabajo en un proyecto que otra empresa sub-contratada, esta vez por el ayuntamiento, preparaba con el objetivo de fomentar el turismo en la región. Ese trabajo iba a ser algo muy importante para él; podría utilizar las habilidades que había aprendido con su licenciatura de historia para aplicarlas a un trabajo a tiempo completo y al mismo tiempo estar cerca de casa con personas de confianza. Todo sonaba muy bien, y al final esa fue la razón por la que Ander rechazara la concesión de un programa de doctorado en la Universidad de Estrasburgo que le garantizaba mil trescientos euros mensuales por hacer un trabajo de investigación. “Ya lo haré en el futuro” pensó Ander cuando tomó la decisión de aceptar el trabajo en su ciudad natal. Y es que hasta un licenciado en historia se obsesiona en no pensar en el pasado pero tampoco en el futuro, todo por calmar posibles dolores y heridas, y reconfortándose con el pensamiento de que lo que uno está haciendo en ese momento es lo aceptado por todos, es decir, “lo correcto”. Con todo, desgraciadamente, el proyecto en el que Ander iba a trabajar se canceló tres semanas después de empezar por un corte en el presupuesto municipal, y los que entraron en la empresa para trabajar en ese proyecto tuvieron que verse en la calle. Era demasiado tarde para llamar otra vez a Estrasburgo, pero como el jefe de la empresa era amigo de su profesor, llamó a otra empresa y no hubo ningún problema en hacerle un hueco. Así, Ander llevaba casi 7 meses trabajando para un negocio que dirigía un matrimonio y cuya sede era un apartamento diminuto con tres ordenadores, varios pisapapeles y una fotocopiadora dirigida por un ser misterioso que a veces se quedaba dormido, o se enfadaba y no quería trabajar, como a veces le pasaba a Ander, sólo que a este le era más difícil apagar el ordenador e irse a casa. También ocasionalmente, el matrimonio discutía, y Ander se sentía como un niño de diez años que oye a sus padres pelearse por razones completamente incomprensibles para un niño e incluso para un adulto.
Con todo, Ander todavía no se había quejado porque se repetía a sí mismo constantemente que hay que mantener una actitud optimista, y que debería sentirse afortunado de tener un trabajo y un sueldo. Al menos disfrutaba mucho de su tiempo libre; le gustaba irse a los bares del casco viejo con sus amigos, sobre todo durante los fines de semana. Ahora que tenían dinero solían irse a cenar a restaurantes de moda y luego a tomar copas por los bares también de moda. Ander se había vuelto un experto catador de los restaurantes que aparecen en las guías culturales y turísticas de la ciudad, había cogido mucha afición por esta actividad. Realmente se lo podía permitir, porque tenía 965 euros limpios todos los meses, y por supuesto, no pagaba ni alquiler ni comida, porque vivía en casa de sus padres. Su nueva afición por los restaurantes, cafeterías y bares de moda le había supuesto un progresivo aumento de su barriga y una progresiva relajación de los músculos de sus brazos y de su pecho. Era maravilloso volver a salir con los amigos como lo hacía antes de comenzar su odisea por las tierras galas, era bonito ver a la gente de siempre haciendo lo que siempre ha hecho, en los lugares de siempre y junto a los mismos amigos de siempre. Dicen que cuando sales de un sitio luego es muy difícil volver y adaptarse, pero a Ander no le costó nada, y se lo pasaba muy bien saliendo de “trikipoteo”, que es la costumbre vasca de tomar un vino en cada bar del pueblo al ritmo de panderetas y acordeones. Sin embargo, algunos amigos ya no estaban entre ellos, no porque hubieran muerto, si no porque se habían casado o se habían ido a vivir con sus respectivas novias a sus respectivos pisos en propiedad situados en zonas remotas de la meseta alavesa. No salían con tanta regularidad no porque vivieran en zonas remotas, sino porque las novias o mujeres les ocupaban fácilmente (además de preocuparles), y no necesariamente con sexo. Ander se sentía a gusto siendo soltero y sin compromiso, aunque a veces le apetecía tener un affair como los que tenía cuando vivió en el extranjero, especialmente porque esa mañana de Noviembre hacía 164 días que no se relacionaba sexualmente con una mujer sin tener que pagarle explícitamente. De la última vez pagando hacía solo tres meses, cuando fueron a Llanes a celebrar la despedida de soltero de un buen amigo suyo. Ander comenzaba a dejar de relativizar y ya decía que hacía tres meses que no se acostaba con una mujer, aunque no utilizara necesariamente esas palabras.
Cuando ese día Ander llegó a la oficina, sólo estaba la mujer, Idoia. No se la veía muy contenta, y eso que su pelo rubio rizado le ayudaba a sus gafas a ocultarle la cara. Tenía 36 años, era una mujer con una cara muy bella pero ya entrada en carnes sin haber dado a luz a ningún solo niño, pese a que ella y su marido lo intentaran durante muchos años. Además, no se preocupaba por su imagen, cada vez se peinaba menos, cada vez se ponía ropa más pasada de moda y además, su inicial buen humor parecía ir desvaneciéndose poco a poco. “Aviso que hoy salto a la mínima” dijo Idoia a modo de buenos días. “Aitor lleva dos días sin aparecer por casa, no te imaginas la que le va a caer la próxima vez que lo vea” a esto Ander no contestó y se incorporó en su escritorio con una sonrisa tímida, sin saber qué decir y sin saber ni siquiera si Idoia iba en serio o bromeaba. Más tarde ella comentó algo para expresar serenidad y tranquilizar a Ander. Mientras Idoia hablaba solemnemente, Ander recordó la ausencia de su marido Aitor y por momentos tuvo la fantasía de hacer el amor salvajemente con su jefa sin reparar en el mobiliario ni tan siquiera en la posible aparición de su marido. Tras unos momentos de trance, Ander volvió a concentrarse en lo que Idoia hablaba. Le comentó que desde el departamento de relaciones públicas del ayuntamiento le habían informado que hoy llegaban casi por sorpresa un grupo visitante del ayuntamiento de Malmö- que como Idoia dijo “creo que está en Suiza”- y que necesitaban a alguien que hablara Inglés, para enseñarles la ciudad y acompañarles, y que habían pensado en que Ander hiciera ese trabajo ya que él se defendía bastante bien en esa lengua. Ese encargo le llenó de felicidad a Ander, porque le permitía salir de esa casa llena de carpetas y problemas matrimoniales y utilizar un poco su Inglés “hombre, de vez en cuando hay que practicarlo que si no se va olvidando” pensó.
Idoia le prestó su coche para ir al aeropuerto. Por un momento, Ander pensó que el sol y sombra que se había tomado horas antes podría causarle una multa, pero se limitó a conducir y no reparó demasiado en ese riesgo. Afortunadamente, no había controles a esas horas por los lugares por los que condujo, pero casi todas las calzadas de la ciudad habían sido reformadas y por todas partes había badenes que provocaban bruscas subidas y bajadas al coche y por tanto a la barriga de Ander, lo que hizo a este preocuparse por esa soltura que la parte interior de su torso había adquirido casi por arte de magia. Mientras con el ceño fruncido y la ventana abierta esperaba ante un semáforo en rojo, Ander daba vueltas a su aparente aumento de peso cuando de repente una colilla encendida voló desde la ventana derecha del camión que tenía a su izquierda y haciendo una parábola perfecta, entró por la ventana de Ander y cayó de pleno en su barriga, haciéndole sobresaltarse, gritar y tardar más de 20 segundos en arrancar el coche ante el semáforo, ya en verde. Cláxones de hasta cinco coches resonaron sobre Ander y este arrancó el coche derrapando como en las películas de acción. Tras el suceso, una expresión de susto y cólera enfermiza dio paso a una carcajada malévola, poniendo en evidencia que ese peligroso evento hubo divertido a Ander. Por suerte no había coches patrulla cerca, porque podrían haber parado a Ander y sancionarle por conducir bebido. Sin más problemas y ya un poco más tranquilo, el licenciado en historia llegó al aeropuerto de Foronda. El mostrador de información estaba desierto, como el aeropuerto en general, pero un trabajador que pasaba por allí le informó de que la empresa que volaba desde Madrid a Vitoria había quebrado hacía un par de días y que los pasajeros volaban a Bilbao, desde donde se les trasladaba en taxi directamente a sus hoteles. Ander escuchó la noticia y se enfureció por dentro, aunque por suerte pudo controlar su rabia y limitarla a un gesto de enfado que mantuvo hasta regresar a su coche y llamar por el teléfono móvil a su jefa para que le dijera en qué hotel se alojaban los visitantes. Tras la conversación telefónica Ander se dirigió al hotel Almoneda, conduciendo con la calma del que no se preocupa en absoluto por el resultado de su trabajo.
Los visitante habían llegado al hotel una hora y veinte minutos antes de que lo hiciera Ander. El grupo consistía de dos señores suecos y una joven rusa. Los dos señores aguardaban sentados en los acogedores sillones del vestíbulo del hotel, mientras que la joven rusa, al ser una persona con infinita energía e incapaz de estarse quieta un segundo, paseaba por el cercano parque de la florida, observando y almacenando en su retina todos y cada uno de los pequeños detalles candidatos a ser capaces de fascinarle, que no eran para nada escasos. El parque por el que paseaba le cautivaba y se la podía ver paseando alrededor del kiosko de la Florida y deteniéndose ante el negro trompetista de Jazz inmortalizado junto a un banco donde están grabados los nombres de los artistas que han pasado por el célebre festival de Jazz de Vitoria-Gasteiz. La joven conocía a muchos de esos músicos e incluso se acordaba de haber asistido a sus actuaciones tanto en el país que le acogía, Suecia, como en los mejores clúes de Jazz de Manhattan. La vulgaridad pero sobre todo el aburrimiento, eran conceptos normalmente ajenos a la joven.
Ander aparcó el coche en carga y descarga y entró apresurado al hotel, identificó a los visitantes y ambos se presentaron. Ander estaba un poco nervioso y aún un tanto malhumorado, pero intentó ser cordial y correcto con los señores, ya que ellos se mostraban muy amables y sonrientes. Por cortesía los señores explicaron para qué estaban en Vitoria. Ellos eran arquitectos del ayuntamiento de Malmö y querían conocer en persona el plan de revitalización urbana que se estaba aplicando al casco medieval de Vitoria. Eso era algo que Ander debería saber ya pero le vino de perlas que ellos mismos se lo explicaran porque en realidad no tenía ni idea de a qué venía esa gente y a dónde les tenía que acompañar. Aunque pudo entenderse con ellos a grandes rasgos, Ander se dio cuenta de que su nivel de inglés había caído a profundidades insospechadas y era incapaz de hacer una frase correcta y mucho menos de comenzar una frase sin un previo “eeeeee...”. Por supuesto que los visitantes conocían algunas localidades de la costa mediterránea española y estaban al tanto del nivel de inglés de las gentes que habitan la península Ibérica. Pero Ander hacía un tiempo se podía considerar una excepción, porque llegó a dominar ese lenguaje, por lo que la sensación de debilidad en ese momento fue brutal. Los señores se llamaban Lasse Lund y Olli Simonson, los dos eran relativamente altos, aparentemente hexagenarios pero con un aspecto muy fresco y apacible. Al terminar con sus formalidades, no exentas de un pequeño chiste por parte de los suecos, del que Ander solamente entendió que era un chiste y que se tenía que reír, el menos alto se dirigió hacia Ander con los ojos bien abiertos. “La jefa del proyecto está dando un paseo por ese hermoso parque”. Al cabo de un rato los tres hombres salieron del hotel a buscar a la joven y encaminarse hacia la sala de reuniones del departamento de obras públicas. Entre tanto Ander hacía esfuerzos por enterarse con disimulo de lo que tenía que hacer por medio de los mensajes SMS que le mandaba Idoia. Encogido, y pendiente de su teléfono móvil, el “guía” seguía a los visitantes como las ovejas siguen a los reclamos de un pastor, cuando levantó la vista y vio, en lo alto de un banco, una ardilla roja que miraba muy atenta hacia un lado, como si estuviera observando una ópera o cualquier otro espectáculo fascinante. “En mi vida he visto ardillas en la Florida” pensó Ander, pero cuando se fijó en que la ardilla miraba en realidad a la joven rusa, y que esta iba vestida con un glamour sensacional, sus cuestiones sobre la fauna vitoriana quedaron aparte y Ander se quedó completamente en trance, sin poder pensar, sin poder hablar y sin poder disimular una expresión de completo estúpido cavernícola. La joven abandonó con educación su charla con la ardilla y se presentó educadamente.
Yo soy Svetlana Vinogradova, encantada de conocerle”, le tendió la mano. Los enormes ojos azules y verdes de la rusa se clavaron en los de Ander y durante el tiempo que a Ander le llevó reaccionar y comportarse como una persona normal, Svetlana almacenó cantidades abrumadoras de información sobre Ander. A Ander los remanentes efluvios del sol y sombra le ayudaban a escuchar cientos de balalaikas interpretando bellas melodías mientras la intensa mirada de Svetlana le atacaba el rostro. Se sintió completamente débil e indefenso, por un momento se supo el ser más insignificante del mundo. Mientras hace unos años hubiera sonreído con la cabeza bien alta, demostrando esa seguridad que a las mujeres les gusta encontrar en un hombre, Ander se quedó sin palabras y sin saber qué hacer. “Bi...bienvenida a Vitoria” respondió Ander mostrando muy poca confianza en lo que decía. “Acompáñenme a la sala de reuniones, si me hacen el amor...perdón, el favor”, al decir esto miró al suelo y cual Narciso, vio el reflejo de su cara enrojecida en un charco que había junto a sus pies, sólo que en vez de enamorarse de sí mismo, Ander sintió odio hacia su propia persona. Los visitantes lograron aguantar una carcajada, los hombres sonreían hacia el suelo pero Svetlana sonreía hacia Ander, caminando por detrás de él. Sin lugar a duda se sentía muy divertida por la personalidad de Ander, en medio minuto hubo sacado varias conclusiones pero quería saber más y más. Sin lugar a dudas, acabaría el día sabiendo mucho sobre Ander sin haber tenido que preguntarle nada. Ese era su estilo, ese era su don, y esos eran los poderes que utilizaba para cabalgar por la vida.
Ander acompañó a los visitantes al departamento de obras públicas, donde tenían una reunión con el concejal. Aunque él pensó que tenía que hacer las de traductor en las necesarias reuniones, el concejal en persona le dijo que ya tenía un servicio de traducción contratado, y que dado que el contenido de esa reunión en particular era confidencial, le invitaba a marcharse un par de horas y volver a recoger a los visitantes para llevarles a que vean la ciudad, “o algo”. Oído esto Ander se sintió bastante infravalorado, pero por otra parte pensó que tenía un par de horas para hacer lo que le apeteciera, así que marchó a comer a casa de sus padres. Su madre había preparado merluza, y a Ander no le gustaba en especial, así que se quejó y tuvo una breve discusión familiar. Dado que Ander ya hubo tenido un día lo bastante estresante, no quiso discutir y prosiguió comiendo, aguantándose la rabia con un gesto malhumorado y serio. Al terminar de comer, en lugar de ver con su madre un programa del corazón que a esta le gustaba mucho, decidió irse a su cuarto a echar una siesta. Aunque se sentía cansado, Ander no podía dejar de pensar en todas las cosas que la había sucedido en ese día. El corto tiempo con los visitantes le había hecho darse cuenta de muchas cosas sobre su pasado y sobre su presente. Le daba la sensación de que en lugar de evolucionar, involucionaba y se sentía progresivamente invadido por sombras, en lugar de soles. Ander era práctico y pensaba en cómo podía solucionar ese problema, pero se daba cuenta de que dadas sus circunstancias, le era muy difícil cambiar, pronto cumpliría 30 años y le parecía que era demasiado tarde para cambios, nadie que él conociera de su edad cambiaba de repente su forma de vivir. La suerte estaba echada y a partir de entonces habría que apechugar. En torno a estos pensamientos aparecía intermitentemente el rostro de Svetlana Vinogradova como un “gato de Cheshire” que sonríe ante sus desgracias. Pero más que ira, el rostro de esa muchacha le provocaba mucha atracción, y progresivamente sus pensamientos comenzaron a ser invadidos por una Svetlana desnuda que se mostraba sexualmente accesible para y sedienta de Ander. Bajo su edredón, Ander notó que su pene se erguía y no puedo resistirse a agarrárselo y empezar a masturbarse con cuidado de no hacer demasiado ruido. Al acabar de masturbarse, Ander recordó que tenía que volver al departamento para recoger a los visitantes y a una diosa del sexo que seguía en sus pensamientos, pero esta vez vestida y sin pedirle nada sexual a Ander. No le dio tiempo a ducharse pero si que se limpió con un poco de papel higiénico. Al salir apresurado por la puerta se notó un ligero olor desagradable que le hizo sentirse de nuevo mal, aunque trató de no pensar demasiado en ello y actuar con naturalidad.
Una vez en el departamento, Ander se reencontró con los visitantes y estos mostraron estar muy satisfechos con la reunión, y añadieron que Vitoria tenía planes de futuro ejemplares. Del mismo modo añadieron que ya no tenían más deberes que hacer ese día y que se quedaban en manos de Ander. Se supone que esto lo debería de adelantar Ander pero es que en realidad todavía desconocía por completo la agenda de estos nobles señores y señorita. Al entender que Ander debería enseñarles la ciudad de manera improvisada, se excusó durante unos minutos en el baño y aprovechó para pensar en qué es lo que a un grupo de gente sueca educada le gustaría de la capital alavesa. “Pues los pintxos y el vino por supuesto” pensó, y así volvió entusiasmado a donde su grupo y les informó que comenzarían la visita turística por la ciudad. Svetlana seguía divirtiéndose mucho cada vez que Ander abría la boca para decir algo.
Durante las siguientes horas, el grupo paseó por el ensanche y por las zonas con más encanto del casco viejo vitoriano. Ander explicaba todo lo que él conocía sobre la historia de Vitoria y sobre sus lugares. Aunque no fuera la época del año más bonita de la ciudad, los visitantes parecían admirados y escuchaban muy atentos el discurso de Ander. Algunos transeúntes se cruzaban a su lado y miraban curiosos a un vitoriano hablando vehementemente en inglés a un grupo de “guiris”. Ander nunca había aprendido a disimular muy bien. Los visitantes hacían fotos y alguna que otra pregunta a la que Ander contestaba muy entusiasmado. Por primera vez en todo el día Ander se sentía relajado y muy orgulloso y afortunado de enseñar su propia ciudad a gente de fuera, pues él siempre había pensado que Vitoria tenía un encanto especial a pesar de otras cualidades que no eran tan dulces. El sol en ese momento se encontraba detrás de unas nubes que traían recuerdos del océano atlántico, pero Ander notaba su calor. Svetlana no hablaba tanto ni sacaba fotografías, pues estaba demasiado ocupada en guardar e interpretar toda esa información que sus enormes ojos eslavos capturaban. Sin resultar sorpresa alguna, la mayoría de los hombres que veían a Svetlana fijaban sus ojos en ella o en sus pechos durante varios segundos. Ella lo sabía perfectamente pero igual de perfectamente lo despreciaba, y no se sentía ofendida para nada, porque era algo que ocurría en un mundo que se situaba millas más abajo de la realidad que a ella le preocupaba. Ander a ratos le dirigía miradas furtivas buscando cazar su mirada y recibir así algo de información. Ella sabía perfectamente en qué momento Ander la miraba y también hacia dónde miraba, como si tuviera ojos en cada parte de su cuerpo. Ander no se acordaba de que una mujer verdadera no da información de manera tan fácil. Y Svetlana era una mujer verdadera de una carne y un hueso de gran calidad. “¡Ahora viene la mejor parte de la visita guiada!” exclamó Ander. Con ello quiso decir que iban a comenzar a tomar vinos y también unos pintxos. Entraron en un bar. Si a Ander le emocionaba hablar de su ciudad, mucho más le emocionaba hablar de la cultura de ir a los bares a tomar vino de la Rioja y pintxos. Le encantó explicarles la diferencia entre los pintxos y las tapas y cuáles eran los más sabrosos y también cuáles eran los vinos que merecía la pena probar y el momento apropiado para tomarlos. Los suecos dijeron que les fascinaba la cantidad de vida que había en esa ciudad y que la comida y el vino fueran de tanta calidad. Les dio la impresión de que allí la gente salía todos los días. Explicaron cómo en Suecia la gente trabaja duro y cuando ha terminado con sus tareas, y si se lo pueden permitir, salen a cenar o a beber.
Este grato intercambio de impresiones y de culturas, incluyendo la ingesta de vinos por diferentes bares prosiguió durante varias horas, y Ander comenzó a notarse- y a dar señas de estar- borracho. Los visitantes aunque pudieran estarlo, no lo mostraban tan fácilmente y con tal de no tener que mostrarlo, amablemente dijeron que no querían beber más vino y que preferían ir al hotel a descansar, que había sido un día agotador. Aunque por una parte quisiera que se quedaran un rato más, o que al menos lo hiciera Svetlana, Ander lo entendió y se despidió de su grupo de manera cordial y un tanto cariñosa. Antes de despedirse de Svetlana, esta mantuvo una breve conversación en sueco con sus compañeros y mientras estos salían del bar, Svetlana se quedó inmóvil mirando hacia la puerta y luego se dirigió hacia Ander. Ander comprendió la situación y sintió un calor abrasador que se extendía desde su cabeza por todo su cuerpo cayendo de golpe en sus genitales y rebotando hacia sus piernas, que empezaron a temblar en voz baja, como le ocurre al adolescente que recibe su primer beso de manos de la chica de la cual está enamorado hasta las trancas. Se sonrojó, miró al suelo y Svetlana se dirigió hacia él. “Sé lo que estás pensando y solo quiero que sepas que me interesa mucho continuar esta velada contigo, pero que no significa que vaya a acostarme contigo”. Ander entendió la situación, y recordó que esa cantinela la hubo escuchado ya un par de veces a un par de mujeres, y que en ningún caso significaba un “no” rotundo. Mantuvo las esperanzas, se armó de confianza y se preparó a afilar todas sus armas de seductor implacable.
Continuaron la velada en un discreto bar llamado “El hada verde”. Un lugar donde había que llamar a un timbre para pasar y donde el antipático dueño servía absenta y pinchaba buenos discos a discretos clientes a los que admitía solo si mostraban un comportamiento contenido. A Svetlana le fascinó el ambiente bohemio del lugar, y Ander confió en haberse ganado unos cuantos puntos con su elección. Durante varias horas Svetlana y Ander charlaron relajada y cómodamente, sintiéndose muy conectados el uno con el otro. Por primera vez en mucho tiempo Ander sintió que lo que había dentro de él realmente interesaba a alguien. Hablaron de su infancia y de sus estudios. El pasado de Ander se presentó en la conversación y este comenzó a meditar y a comprender la enormidad de su cambio. Ella le entendió y le habló como habla un psicólogo. Pero con tal de no caer en temas demasiado serios Ander comenzó a ser muy jovial y consiguió hacer reír a Svetlana. Ella sabía que aunque realmente le hiciera gracia lo que un hombre decía, muchas veces permanecía seria, porque reír las gracias de un hombre podía significar estar interesada hacia él. En ese momento ella se sentía cómoda riéndole las gracias a Ander porque por una parte se sentía enormemente atraída por él. La copa de absenta le ayudó a sentirse un tanto excitada. Ander sabía lo que se hacía. Ella propuso abandonar el local.
Mientras caminaban hacia el hotel, Svetlana iba agarrada del brazo de Ander y seguía riendo y sonriendo, estaba muy receptiva y Ander estaba muy seguro de sí mismo, pero lo cierto es que la conversación mantenida durante esa noche le había hecho pensar mucho sobre sí mismo, y su lascivia se había atenuado progresivamente. Trató de no pensar demasiado y de aprovechar la oportunidad que se le presentaba esa noche. Llegaron al hotel y hicieron un amago de despedirse abrazándose, sin ni siquiera un beso en la mejilla. “Creo que esta noche ha sido muy especial, y por tanto quiero que subas conmigo” dijo Svetlana, a lo que Ander respondió afirmando con una leve sonrisa, sin poder evitar mostrar que su proposición le hubo parecido completamente previsible. “Y yo quiero subir”.
Al llegar a la habitación Svetlana se avalanzó vehemente hacia Ander y comenzó a besarle con gran intensidad, tratando de quitarle la chaqueta. Aunque a esas horas este hombre desprendía un olor bastante indeseable, ella daba señales de estar muy excitada y de querer acostarse con él a toda costa. Ander, pese a comprender que en ese mismo momento experimentara lo que muchos hombres soñarían vidas en experimentar, se sorprendió de que esa energía sexual no le llegara al interior del cuerpo, es decir, no logró mantener una erección. Mientras Svetlana le desvestía él pacientemente esperaba a conseguir esa necesitada erección, pero al ver que tardaba más de lo habitual, posó a Svetlana sobre la cama y comenzó desvestirla. Ella estaba cada vez más excitada y no pudo evitar el jadear en voz alta en un momento dado. El momento decisivo llegó después de que Ander desabrochara la camisa de Svetlana y se encontrara con que utilizaba un sujetador rojo de encaje que le recordó a una novia lituana que tuvo cuando estudiaba en Francia y por tanto en una época de su vida donde realmente fue feliz, donde todos los días aprendía algo nuevo y donde él era dueño de su día a día. Se detuvo pensativo ante ese sujetador. Svetlana le miró extrañada y Ander rompió a llorar como una magdalena. Lloró y lloró durante más de una hora mientras su amiga le abrazaba y trataba de consolarle. “Sé porqué lloras” dijo Svetlana. Ander se quedó dormido con un cauce de lágrimas en cada mejilla.
Al día siguiente se despertó solo con un considerable dolor de cabeza. Bajó al restaurante y Svetlana desayunaba allí. Se saludaron con un gesto de cabeza y Ander salió del hotel. Por un momento recordó que el día anterior hubo dejado el coche de Idioa mal aparcado junto al hotel. Obviamente el coche ya no estaba allí aparcado, seguramente la grúa se lo hubo llevado. Ander no se preocupó ni se enfadó. Se fue a la estación de tren y esperó al siguiente tren con destino a Hendaya. Al llegar a Hendaya se metió en un TGV y ese día por la noche se presentó en Paris, en casa de un viejo amigo. La ciudad estaba radiante y Ander comprendió que Paris, pero sobre todo el sol, le habían acogido con los brazos abiertos dándole ánimos para comenzar una nueva vida. Y en gran parte así fue.
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1 comment:

Peter Buesa said...

Relato escrito originariamente en otoño de 2009